¿Qué nos falta por ver y por sufrir en Venezuela, en materia de vulneración de las libertades y de violación de los derechos elementales de las personas? ¿Qué nos falta para vivir en las profundidades de una jungla oscura, a merced de depredadores  poderosos y despiadados? ¿Caben aquí más oscuridad y más dolor? Hacemos preguntas dramáticas, que se ajustan al tamaño de la tragedia que experimentamos bajo el control férreo de Maduro y sus secuaces. 
Hacer comparaciones no solo es odioso, sino inexacto, especialmente cuando se tiende a hacer generalizaciones, pero estamos experimentando situaciones para cuya comprensión resulta adecuado acudir a las analogías. Miremos hacia la lamentable administración de los hermanos Monagas, para sentir cómo comenzó entonces la vulneración de las instituciones en el arranque de un menoscabo que hoy llega a una escandalosa extralimitación. 
 Detengámonos un poco en la soberbia de Guzmán Blanco, para sentir que hoy continuamos bajo la férula de un personalismo parecido como gota de agua. Entremos un minuto a las ergástulas de Gómez, para sentirnos como pueblo  en un mismo terror que parece  infinito. El tiempo pasa y no se repite, dicen los sabios, pero es evidente que recordarlo sirve para medir el tamaño del foso pavoroso en cuya profundidad nos ha metido la dictadura de la actualidad.
Pero, si el lector no quiere ponerle trabajo a la memoria, puede leer las denuncias de las organizaciones cívicas que claman ante  la proliferación de torturas y vejaciones en las cárceles del madurismo. O puede leer los documentos  de la ONU sobre crímenes y tratos vejatorios a los presos  políticos que tienen hoy la desdicha de caer en las garras de los esbirros de turno. O puede sentir el florecimiento de un nepotismo que parecía desaparecido en los anales patrios, capaz de hacer de la república un patrimonio familiar que remonta a una historia  minúscula y deplorable. Basta con detenerse en un espejo singular para captar la magnitud de un horror que es realmente específico, aterrador y maligno per se, pero conviene reforzar la mirada buscando  los vínculos con  un ayer ominoso y desconsolador. 
La realidad se comprende mejor cuando se relaciona con otras realidades, sobre cuyos horrores y delitos no ha quedado duda porque se han corroborado y lamentado sin posibilidad de duda. No basta con vivirla en carne propia. Conviene ver de dónde proviene para saber hasta dónde puede llegar, aunque esta, la de nuestros días, la de nuestra calamidad, la del dolor que sentimos en carne propia,  nos parezca sin límite cercano o sin contención próxima. 
La utilidad de mirar hacia el pasado radica en saber que entonces se hicieron las mismas preguntas que nos hacemos ahora, que se pasó por parecidas penalidades, pero que las inquisiciones tuvieron respuesta y los criminales y los asesinos y los ladrones salieron de la escena cuando se encontró la solución de su enigma, la desaparición de los que parecían misterios que nadie podía descifrar. 
Consuela el hecho de saber que un pueblo dominado por tiranos también fue y ha sido un pueblo capaz de luchar por su libertad y por su dignidad.


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