El trabajo de los salones de las barberías y de los salones de belleza lleva su tiempo. No es asunto de entrar desgreñado y salir presentable a los cinco minutos, especialmente si se busca un tratamiento a fondo. No como una cirugía estética, pero parecido. Hay que mirar hacia muchas partes, especialmente hacia las más evidentes, hacia las más necesarias de retoque o de extirpación, para sentarse a esperar resultados.

En especial si el trabajo que se solicita no depende de un cliente a título personal sino de la opinión de quienes lo han mandado a la peluquería para que regrese con flamante aspecto y, especialmente, con las palabras prometedoras que puedan salir del look que le encargaron y pagaron. No se trata de una presentación personal, de una exhibición que incumbe a una sola persona, sino a un conjunto de individuos y de intereses que esperan en la puerta de la coiffure para ver si se hizo lo que se debía hacer.

Los patrocinadores del trabajo pueden quedar satisfechos, o todo lo contrario. Están en el derecho de pedir que se insista en alguna de las ondas cabelludas que no se ven bien en el espejo, y hasta de ordenar un raspado intenso de cabeza para empezar de nuevo la sesión, para ver cómo empiezan a crecer los retoños.  Porque todo tiene como destino una presentación pública, porque después hay una pasarela por la cual deben desfilar los clientes que salen de la peluquería; y esa pasarela tiene dos tipos de espectadores, dos tipos de enfrentados fiscales que no solo se juegan el prestigio, sino también la vida. No solo observan el aspecto de sus mandaderos, la superficie de unos rostros, sino lo que mueven dentro del pellejo y que no se aprecia a primera vista.

Los clientes de Barbados siguen sin afeitarse, por lo tanto, están pendientes de un tratamiento más elaborado y arduo. Las multitudes que esperan el desfile deben considerar este panorama porque, por desdicha, traspasa los límites que puede sugerir la fácil analogía que ahora hemos intentado.


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