Los cuarteles venezolanos están acostumbrados a los juramentos. Se supone que sus habitantes dependen de la fidelidad a unos valores. Por eso se uniforman de verde oliva. Su vocación, según los manuales castrenses, depende de especiales manifestaciones de lealtad a unos principios, que son mayores, o más expresivos y comprometidos que los de los ciudadanos corrientes.

Para mayor claridad, los ciudadanos corrientes entregamos a los militares la obligación de custodiar los valores de la patria y de la república que también nos corresponden y obligan, para que los custodien en primera fila mientras nosotros los observamos confiando en la ejecución de un trabajo que debe ser impecable y permanente. De eso se ha tratado desde 1811, sin necesidad de llenar los edificios militares de multitudes de ciudadanos entusiasmados por jurar sobre un libro llamado Constitución, muchos menos sobre la ruma de los códigos del ramo.

En ocasiones los militares no solo han jurado por la patria, sino también por la causa que defienden ante proyectos malignos del enemigo. Fue habitual en el tiempo de las guerras civiles, cuando los jefes de las mesnadas y las mesnadas mismas juraban por Venezuela y por la causa de turno. Lealtad a la patria pudo significar entonces lealtad a José Tadeo Monagas o a Joaquín Crespo, por ejemplo, o cambiar de lealtad de acuerdo con el movimiento del viento después de los combates. Pero ese tiempo se superó, según se puede suponer desde la ingenuidad y la tontería.

Después de la fundación del ejército moderno, la lealtad a Venezuela también supuso lealtad a Gómez, su creador y padre, y después a Pérez Jiménez, pero sin llegar al colmo de dejar constancia de la dualidad de los compromisos en un documento redactado y sellado en el ministerio. En el peor de los casos esas lealtades estaban sobreentendidas, sin necesidad de una confesión pública, sin el aprieto de jurar por el mandón de turno ante la vista de todos en el patio de la academia o en el despacho del oficial superior. Así ha ocurrido, hasta el advenimiento de una nueva alternativa de compromisos que hoy se denuncia ante la sociedad.

Se sabe por denuncias hechas por la presidente de la organización no gubernamental Control Ciudadano, Rocío San Miguel, no desmentida por los jefes de la Fuerza Armada, que el mecanismo de los ascensos militares depende ahora de un juramento de fidelidad a Nicolás Maduro. Los oficiales que merecen el ascenso deben comprometer su lealtad con el inquilino de Miraflores, como si fuera él un valor inmarcesible de la patria o un baluarte sin el  cual no puede existir la república. De lo contrario, quedan marginados a pesar de su trayectoria y de sus credenciales.

La patria resumida en la persona de Nicolás, la institución armada convertida en apéndice de un individuo que necesita más lealtades que las de costumbre, los soldados transformados en la guardia del César, como en tiempos imperiales.

Algo semejante, tan vejatorio y doloroso, solo se vio en la historia moderna durante el mandato de Hitler, pero ahora se estrena en la república bolivariana. Pero, ¿por qué la demasía, cuál es el motivo del vejamen? Si se reclama la lealtad del cuartel es porque brilla por su ausencia.


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