Como se sabe, el sábado en la noche fue invadida la sede antigua de El Nacional, situada en El Silencio. Una turba dirigida por sujetos armados trató de ocupar el edificio con el pretexto de entregar viviendas a un grupo de personas humildes. La alarma y el apoyo del vecindario, pero también la respuesta de las autoridades, impidió que el delito se consumara del todo. Los inesperados ocupantes fueron desalojados, para que reinara después la relativa tranquilidad que deja un delito de este tipo.

Todo se llevó a cabo en medio de episodios violentos. Los animadores del delito mostraron sus armas de fuego y gritaron improperios capaces de sembrar miedo en el lugar y en sus inmediaciones. Los pocos vigilantes del edificio fueron sometidos por la fuerza y retenidos contra su voluntad, mientras los vecinos, movidos por una legítima preocupación, llamaban a la protección de sus domicilios y clamaban por la presencia de los organismos policiales.

La movilización no fue vana, pues finalmente lograron, después de numerosos escarceos, que el edificio volviera a las manos de sus legítimos dueños. Así terminó el bochornoso suceso que no solo incumbe a los propietarios invadidos, sino también a la colectividad en general.

El delito no sucedió en un lugar perdido del mapa de la ciudad, sino en una de sus zonas más céntricas y conocidas, cerca de espacios fundamentales del alto gobierno y de la cohabitación urbana. No estamos ante un acontecimiento insólito, pues muchos de su tipo han abundado en la historia reciente del país, pero no deja de llamar la atención el hecho de que se haya perpetrado contra las instalaciones de un periódico caracterizado por la autonomía de su línea editorial y por la obligación indeclinable de comunicar la verdad a sus lectores, mientras otros medios callan o se doblegan frente a la dictadura.

Si se trata de una amenaza contra la independencia de El Nacional, pierden el tiempo. Si piensan que el periódico cambiará su conducta ante la brutal amenaza, se equivocan del todo. Ya hemos superado anteriores agresiones, ya hemos dado la cara frente a presiones de toda laya, ya hemos sufrido amenazas disimuladas en el trajín de los tribunales y en la convocatoria de los jueces, sin venderle el alma al diablo.

El Nacional responde a una historia de respaldo a la democracia y a los principios esenciales de la república, propuesta y sellada por sus fundadores tras la misión de perdurar a toda costa frente a los ataques de los poderosos.

Si alguna vez se ha equivocado, porque sus capitanes y sus redactores no son infalibles, El Nacional ha sabido rectificar, pero jamás por las pretensiones de los mandones de turno y por la fuerza que ejercen contra la libre expresión del pensamiento.

En consecuencia, desconocen una trayectoria de coraje y un compromiso cívico quienes suponen que ahora, debido a un nuevo capítulo oscuro y lamentable, debido a un conato de invasión que fue superado gracias a la solidaridad de los vecinos y al apoyo de la opinión pública, reinarán la docilidad y la complicidad en nuestras páginas. Todo lo contrario, respetados lectores, eso ténganlo por seguro.


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