Cada Estado resuelve según sus soberanos criterios, pero queda sujeto a la crítica de los interesados. Especialmente si sus decisiones guardan relación estrecha con principios fundamentales de la democracia y del republicanismo por los cuales se lucha contra una usurpación condenada por la abrumadora mayoría de las naciones europeas y latinoamericanas. De allí los comentarios que entre nosotros suscita la decisión de no reconocer al presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como presidente encargado de la República de Venezuela, tomada por las autoridades italianas.

Destaca, en primer lugar, el hecho de que esas autoridades se distancian de la decisión de los gobiernos de sus cercanías, que han manifestado apoyo resuelto al mandato asumido por Guaidó con el respaldo de la legalidad y de la inmensa mayoría de la nación venezolana. ¿Por qué dejar a solas a un pueblo en su lucha? ¿Por qué no formar parte de un grupo que levanta la voz contra la dictadura y la usurpación? ¿Por qué alejarse, por lo tanto, de un bloque que proclama su apego a valores esenciales en cuyo cobijo ha encontrado sus pilares la Unión Europea? ¿Esos valores no importan, o importan poco, a los actuales gobernantes de la República italiana, las cabezas de una comunidad que se levantó de las cenizas del fascismo, de los escombros del totalitarismo, para dar ejemplos de cohabitación morigerada y digna de encomio?

Son preguntas difíciles de contestar, debido a que descubren cómo solo les importan relativamente a los gobernantes italianos de hoy unas obligaciones de fraternidad y de solidaridad entre los pueblos que no solo están inscritas en los documentos fundacionales de la Unión Europea, sino también en su propia Constitución. O que de plano no les interesan en lo más mínimo. Argumentan que no deben tomar partido, pero no se trata de ver el calcio desde la tribuna sin apostar por uno de los equipos que está en la cancha, sino de interesarse por el destino de una sociedad que clama por la libertad y la justicia. Se ve que tal desafío no le quita el sueño a la coalición que ahora domina la bota, y que, dicho sea de paso, no se ha caracterizado por guardar silencio ante los negocios profanos y sagrados, propios y ajenos, grandes y pequeños que han desfilado por sus despachos.

Si se agrega el hecho de que en Venezuela cohabita una colonia inmensa de italianos que encontró hogar y oportunidades, y que de ella han nacido generaciones de sus descendientes, ahora orgullosamente ítalo-venezolanos que sufren el escarnio de la usurpación y que se han avergonzado ante la decisión tomada por el gobierno peninsular, por el gobierno de sus ancestros, por los herederos de un esfuerzo democrático que fue orgullo del siglo XX a escala universal, resulta imposible explicar el dislate romano. A menos que nos arriesguemos a averiguar en las cavernas de la Liga, o a hacer un viaje infructuoso a las estrellas.


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