Como representantes del pueblo, como criaturas legítimas de la soberanía popular, los diputados a la Asamblea Nacional gozan de un fuero que los protege en el ejercicio de sus funciones. La trascendencia de su trabajo, imprescindible para la atención de los requerimientos de su mandato y rodeada de escollos por los elementos adversos que entorpecen su gestión, obliga a que se les proteja con una inmunidad que no solo los libra de la arbitrariedad de los poderosos sino también de los riesgos a que se someten los ciudadanos comunes.

Sin presupuestos para el apoyo de guardaespaldas, sin ejércitos que los custodien, sin otro soporte que no sea el sufragio de las mayorías, deben ocuparse del control de los asuntos públicos en medio de riesgos incontables que pueden sortearse a través del ejercicio de la inmunidad.

El hecho no significa impunidad, ni ausencias de control en sus funciones. La inmunidad no es una patente que los hace intocables o una licencia para abusar en el desempeño de sus cargos. Hijos de la legalidad, los diputados dependen de la inmunidad para llevar a cabo su trabajo y para no pasarse de la raya, sin que tengan una garantía ilimitada para hacer lo que les venga en gana.

El Parlamento, de acuerdo con la Constitución, está en la obligación de supervisar la conducta de sus miembros y de llamarlos al orden cuando considere conveniente. Más todavía: la directiva de la Asamblea Nacional, o la denuncia de uno o de varios de sus miembros, debidamente sustentada, puede y debe iniciar procedimientos de allanamiento que detengan las tropelías o los actos ilegales de algunos de sus miembros.

Pero son mecanismos previstos en el texto constitucional, que únicamente dependen de la decisión de la Asamblea Nacional. Ningún poder ajeno, por más alto que sea, puede proceder contra los delitos supuestos o reales de los diputados. Si la Asamblea Nacional debe supervisar los actos del gobierno y servir de contrapeso a la arbitrariedad del Ejecutivo o a la parcialidad de los jueces, no puede convertirse en juguete de las autoridades que debe vigilar como tarea primordial. No hay posibilidad de injerencia del resto de los poderes en la vida del Legislativo, a menos que se imponga a través de la fuerza bruta.  

Casos se han conocido de desafueros de diputados en los tiempos de la Venezuela violenta, durante el período de la subversión contra la democracia representativa, pero fueron el resultado de un concierto de decisiones que nacieron del seno del Parlamento debido a las pautas de la carta magna. Justo o no el desafuero, respondió a las regulaciones vigentes y al respeto de la división de los poderes públicos.

Si está vedada expresamente la injerencia del alto gobierno en el trabajo de la Asamblea Nacional, la situación se vuelve más escandalosa si se quiere inmiscuir en el asunto la llamada asamblea nacional constituyente, es decir, un cuerpo de origen fraudulento y de complicidad inocultable con los intereses de la dictadura.

Tal intromisión carece de fundamento desde el punto de vista de la legalidad y de la simple probidad, y solo puede efectuarse a través de acciones sobre cuya bastardía y bajeza no caben dudas. Todo esto tiene sentido, claro, si vivimos en una sociedad en la que influyen los usos republicanos.


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