Ni la más iluminada, profunda y perturbada mente de los escritores de ciencia ficción (pongamos por caso Philip K. Dick, aunque cualquier otro calza lo mismo) hubiera imaginado este retorcido mundo que los civiles y militares del PSUV han sembrado en nuestro país, otrora no floreciente pero sí mil veces mejor que estas ruinas que padecemos hoy.

Si a esas ruinas se le añaden otras maldades como la restricción sistemática de alimentos, de medicinas, de transporte colectivo, de puestos de trabajo, de luz y agua, no nos queda otra que llegar a la conclusión de que algún pecado horroroso cometimos los venezolanos y que por ello hoy nos ha tocado pagar esta penitencia tan infinita como profundamente desagradable.

En verdad, no debemos olvidar aquellos años en que tanta gente pensaba erróneamente que hacía falta en el poder “un hombre fuerte” que encarrilara la república por una senda de orden y justicia. Era desde luego un disparate, pero buena parte de la población se sentía defraudada por una democracia que iba de mal en peor. Se notaba en todas las discusiones, en el debate político, en los medios de comunicación, en el cine, la literatura y el arte en general.

Desde la caída de la dictadura del general Pérez Jiménez, los militares alcanzaron un protagonismo nunca visto en democracia, se les agradecía su papel primordial en los días finales de la tiranía. Pero, por fortuna, la experiencia y calidad de los civiles que estaban en el exilio reforzó el carácter democrático de la nueva etapa de gobierno. De todas maneras, en las primeras elecciones libres hubo un candidato de origen militar, como lo fue Wolfgang Larrazábal, con amplia simpatía popular.

Sin embargo, una larga cadena de alzamientos en cuarteles del Ejército, bases de las fuerzas aéreas y de la Marina de guerra (algunos extremadamente sangrientos y crueles) indicaban a las claras que no iba a ser fácil la tarea de establecer y consolidar una tradición civil y democrática en la Venezuela posdictadura.

Desde Cuba se articulaba clandestinamente una guerra contra Venezuela que consistía no solo en entrenar a los jóvenes izquierdistas de nuestro país en las artes (o artimañas) de la guerra de guerrillas, sino de proveerlos de las armas y municiones para derribar no al gobierno, como puede pensarse, sino al conjunto de la propuesta democrática que se intentaba a trompicones luego de tantos años de protagonismo militar.

Al enloquecido de Fidel no se le ocurrió otra cosa que mandar a uno de sus militares más capaces, el injustamente fusilado general Ochoa, a invadir Venezuela. Como era de esperarse, hubo de regresar a su isla con las tablas en la cabeza. Los militares venezolanos (ni qué decir que eran de buena cepa) no les dieron tregua y los expulsaron.

Y desde la llegada de Chávez al poder volvieron a desembarcar… pero en aviones protegidos, custodiados y pagados en cash por el gobierno bolivariano. ¿Y el injerencismo de la vicepresidente Delcy Rodríguez, dónde queda? A lo mejor son supositorios ideológicos.


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