El canciller Arreaza, en lugar de mirar hacia el hospital J. M. de los Ríos, fija la vista en la Casa Blanca. No se detiene en el derrumbado lugar que se ha convertido en cementerio de media docena de criaturas, para buscar la responsabilidad de las muertes en la oficina oval. Considera que no es responsabilidad del régimen la desidia que ha conducido a la desaparición física de unos niños que estaban empezando la vida, porque la ausencia de recursos que ha impedido su atención fue provocada por el bloqueo decretado por Estados Unidos.

Antigua excusa que, de tanto repetirse, se convierte en burla grosera para el pueblo que padece las carencias de una vida que se hace cada vez más estrecha, insoportable mientras pasan los días. La recordamos en los labios de Fidel Castro, aficionado a encontrar en la ley Helms-Burton, y en otras medidas del Congreso del norte, la razón de las estrecheces de la sociedad cubana. La trae a colación a diario su hermano y sucesor en La Habana, cada vez que faltan la comida, los insumos médicos y las cosas elementales que se requieren para sobrellevar una rutina sin penurias. Encuentra asiento sólido en los folletos sacrosantos de Lenin, en cuyas páginas se achacan a la burguesía manipulada desde Washington los pesares y los atrasos de la Unión Soviética y, por supuesto, de todos los pueblos supuestamente sometidos a su coyunda. Formó parte de la retórica nacionalista de Chávez, machacona en el empeño de encontrar en latitudes foráneas el motivo de los males domésticos, y se refresca sin solución de continuidad en las cadenas del usurpador y en los balbuceos de los infelices que creen en ellas.

¿Desde cuándo se fueron al quinto infierno los servicios sanitarios de Venezuela? ¿Son de fecha reciente las denuncias por el descuido paladino de la atención médica, por la carencia cada vez más pronunciada de equipos para tratamientos especiales y por la desaparición de insumos para exámenes de rutina? Ni camas para acomodar a los pacientes se encuentran en los hospitales públicos desde hace un lustro, por lo menos. El espectáculo de las madres pariendo en la calle forma parte de un doloroso teatro antiguo. La pobreza de los institutos hospitalarios contrasta con el lujo de los gobernantes, con su ostentación de un dinero mal habido sobre cuyo trajín sobran las evidencias desde hace años, mientras la pobreza reina en los lugares a los cuales acude el pueblo para buscar infructuosamente el remedio de sus males.

Las investigaciones de la prensa independiente remontan a un sombrío panorama que viene de lejos, sin duda desde el comienzo de la dictadura de Maduro. Los reproches de los médicos que trabajan en instalaciones públicas y las quejas del cuerpo de enfermeras impedidas de acompañar y aliviar a los enfermos forman un catálogo que lleva años sonando en nuestros oídos. Tan fulminantes que son amenazados por los esbirros del régimen, pero que son del conocimiento público debido a que los periodistas se las arreglan, pese a que tienen prohibido el acceso a los institutos públicos de salud y a que se les acosa como enemigos temibles, para que la información circule y alarme a sus destinatarios.

Pero no es así, según el adocenado Arreaza, según la miopía de quien tiene la obligación de negar la realidad para ocultar la desidia y la corrupción de la cúpula chavista y de la burocracia que vegeta sin oficio ni beneficio. Conducta de idiotas, explicación supuesta que solo puede salir de la cabeza de un mentecato fanático, o de quien en realidad ni siquiera tiene luces para alumbrar el oscuro rincón en el que debería vivir sin mofarse del prójimo. Ojalá que su fábula se convierta en realidad y el imperialismo lo condene a la mudez en la trastienda de su casa. La haría gran favor a la sociedad venezolana.


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