Es probable que nadie, ni siquiera aquellos que trabajan con diversas herramientas de análisis, haya previsto un estado de cosas como el que se está viviendo en Venezuela. Nuestra realidad ha mostrado una capacidad de burlar de tal forma los análisis y a los analistas que desconcierta. Los hechos van a una velocidad y responden a unas lógicas que, a menudo, sobrepasan las herramientas de quienes la estudian.

Todo lo anterior tiene una explicación que, dentro y fuera de Venezuela, hemos tardado en entender y asumir: que los instrumentos de análisis no están hechos para medir o prever el mal, el ejercicio abierto y creciente del mal político, que es el signo primordial del poder en Venezuela. En Venezuela no gobiernan ni la izquierda, ni una ideología, ni una coalición de revolucionarios: gobiernan facciones de delincuentes. De familias que han salido del umbral de la legalidad. De grupos que aterrorizan a sus propios seguidores. Mafias de odio ilimitado.

Ni los peores pronósticos alcanzaron a vislumbrar que la enfermedad del poder llegaría al extremo de matar de hambre, matar de escasez, matar de inflación, torturar, activar la delincuencia, destruir la producción, llevar la corrupción a niveles impensables, hacerse parte del narcotráfico, destruir las instituciones, erosionar las fuerzas armadas, crear grupos paramilitares, mentir, mentir una y otra vez, mentir hasta tal punto que ha causado un enloquecimiento generalizado: hay que haber perdido todo vínculo con la realidad para ser capaz, en el período de mayores sufrimientos que haya conocido Venezuela desde la Guerra Federal, el más doloroso y humillante de los últimos 150 años, para escribir tuits, como hacen algunos poderosos, uniformados y no uniformados, hablando de la felicidad del pueblo venezolano.

La lucha contra el mal político no es una lucha como otras. En eso se equivocan los que piensan que la acción concentrada en lo electoral es suficiente. Se equivocan, especialmente, cuando sobre el sistema electoral venezolano pesa una acusación cuyo efecto todavía no ha sido procesado: un fraude que se proponía legitimar lo que no podrá ser legitimado jamás: la asamblea nacional constituyente, en sí misma, materialización del mal político, del mal que consiste en esto: disposición a matar para mantenerse en el poder.

Como ocurre en todas las revoluciones: el poder se ha ido estrechando y concentrando. A medida que pierde escrúpulos, que violenta las barreras de la legalidad, que actúa con creciente descaro, en esa medida hay personas y grupos que abandonan o son expulsados. Pasan a engrosar la lista de los perseguidos. El que hasta ayer era un aliado, hoy adquiere el carácter de un enemigo, como el resto de la sociedad. Porque de eso trata el mal político: convierte al conjunto de los venezolanos en enemigos de la oligarquía que tiene el control del poder.

Venezuela está devastada. Es un territorio arrasado por la pobreza y la enfermedad, cuyo deterioro avanza a diario. Cada día el país se emparenta más con la pobreza estructural de la Cuba castrista. Ante el inenarrable cuadro de hiperinflación, hambre, enfermedad, escasez y delincuencia que crece a diario, la desesperanza cunde. Y surge, como pregunta inevitable y única, la del hasta cuándo: hasta cuándo se mantendrá este régimen en el poder. Cuánto más pueden prolongarse los sufrimientos de los venezolanos. Cuántos más tienen que morir para que las cosas cambien.

Estoy entre los que piensan que el régimen no es sostenible. Su inviabilidad es visible en cada esquina de Venezuela. Por ello estoy persuadido de que el cambio está en curso. No por vía del diálogo y el supuesto acuerdo electoral que saldría del mismo (insisto: no es aceptable que el derecho de votar tenga que rogarse en una mesa de negociación). Tampoco como consecuencia de un golpe de Estado. Ni mucho menos porque fuerzas militares extranjeras pudieran ingresar al territorio nacional a cambiar el gobierno. Ni como producto de una inmensa movilización del pueblo que obligue al gobierno a dimitir.

La idea que tengo es que no se producirá un gran acontecimiento que cambie el estado de cosas, de un momento para otro. No veo posible ninguna solución instantánea. Lo que sí me parece inminente es el cambio político producto de la exacerbación y la acumulación todavía mayor de problemas: protestas –como ya está ocurriendo– en todo el país; dificultades dentro de la FANB para mantener el orden y las operaciones; luchas cada día más abiertas entre los distintos reductos del oficialismo; profundización del cerco financiero internacional; dependencia creciente de las remesas y la ayuda internacional; aceleración de la paralización de la producción, el transporte público, los servicios y más.

Este escenario, de creciente empeoramiento de todos los problemas, es inevitable. El hundimiento continuará, salvo que se produzca un radical cambio de rumbo. Lo que es importante entender es que el cambio de rumbo no es una aspiración política de la oposición o de los demócratas: es una urgencia venezolana, unánime, donde confluyen los deseos tanto del reducto chavista como de la inmensa mayoría que se opone al gobierno. La presión de los partidos políticos de la oposición es solo una fuerza en el panorama. No la más decisiva. La más determinante está en la sociedad, en los sindicatos, en los cuarteles, en las iglesias, en las calles. Son esos los factores los que, de tanto sufrimiento y malestar, en cualquier momento, creo que muy próximo, impondrán el final del régimen y el paso a un nuevo gobierno, gobierno que será, se quiera o no, un gobierno de transición.


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