La legitimidad del liderazgo de Juan Guaidó, como presidente encargado de la República y como líder de la oposición, encuentra soporte en la masiva compañía que tiene en todos los ámbitos del mapa y en el seno de la ciudadanía, independientemente de la ubicación social de cada cual y de los problemas que agobian a la gente. Probablemente ningún político ha encontrado tanta aceptación en los últimos tiempos, hecho que lo convierte en una figura excepcional de la historia contemporánea.

Razones legales suficientes apoyan su papel de jefe de Estado encargado, pues la Constitución ha aportado pilares de sobra para que, como cabeza de la Asamblea Nacional, sustituya al usurpador en unas funciones que no le corresponden y que ha asumido a través de la fuerza. No hay manera de topar con una cabriola, con una salida desesperada o salida de la horma legal, para reprochar las funciones que ahora desempeña. Se trata de una legitimidad cristalina que, debido a que no existen posibilidades para su rebatimiento, ha sido reconocida por gobiernos civilizados y democráticos del extranjero que ya pasan de cincuenta.

Pero, más allá de la legitimidad que mana de las leyes que determinan la marcha adecuada de la república y del respeto de la comunidad internacional, Guaidó ha establecido un nexo con su pueblo que no solo lo convierte en figura estelar, sino también en elemento imprescindible para el mantenimiento de la paz y para el retorno de la democracia. Si el lector piensa en liderazgos parecidos, es decir, en figuras que en el pasado provocaran el entusiasmo y la confianza de los pueblos en proporciones gigantescas, debe mirar hacia mucho muy atrás. Quizá hacia los tiempos del joven Rómulo Betancourt o, en tiempos más recientes, hacia la figuración nacional de Chávez antes de que su imán dejara de atraer multitudes y pasara al rincón de los trastos inútiles.

Solo que la potencia que brota del papel de Guaidó supera los confines partidistas y las barreras sociales para volverse fenómeno envolvente e irrefrenable. No es hijo de una bandería, sino de la unión y de la necesidad de todas. No lo adorna un solo color, sino un abanico enriquecido por los matices. No representa a una clase social en particular, sino a todas. De allí que estemos ante un caso excepcional, cuyos resultados deben ser, por consiguiente, concretos y capaces de modificar la realidad. Guaidó es una multitud, una fuerza colosal que brota de todas partes y mueve voluntades en todos los rincones del país.

Si se compara con la influencia del usurpador y con las posibilidades que tiene de permanecer en el lugar al cual se aferra, el hecho es más trascendente. Maduro es la soledad, el hermetismo, el miedo a la calle, la obligación de los guardaespaldas, de las armas y de las camionetas blindadas, la fuerza bruta acorralada. Toda la sociedad se le enfrenta porque encontró el aliento de un hombre capaz de hacer de la nada una fortaleza inexpugnable.


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