Por supuesto que la Asamblea Nacional está amenazada de explosión. No hay duda de que son muchos los factores que desean que exploten las curules y que desaparezcan los diputados de la oposición. Es evidente que el trabajo de los diputados legítimos impide que el usurpador duerma como un bebé, y que los guardianes de su sueño quieran que desaparezca el ruido que lo perturba. Pero hay maneras de provocar el estallido, y el régimen ha escogido el más rudimentario, el más grosero.

Ha acudido a la literalidad, a una referencia directa a la bomba que la usurpación quiere colocar y que seguramente no ha puesto en funcionamiento, pero que le puede servir para clausurar las sesiones de los diputados legítimos. De momento, mientras piensan en otra cosa más digerible. Por ahora, mientras se les ilumina el entendimiento para llevar a cabo un plan realmente creíble alrededor de las amenazas que pueden sufrir los habitantes del Capitolio. Ya urdirán un mejor designio, que para eso les sobran las neuronas, pero de momento han acudido al ardid de una bomba enchufada por algún canalla para provocar una matanza que las fuerzas de seguridad, puntuales en el cumplimiento de su deber, abnegadas en la protección de la civilidad, han evitado con bizarría asombrosa.

¿Existen personas ingenuas, que puedan creer la patraña de esa bomba a punto de reventar en el hemiciclo? Parece difícil por la vulgaridad del subterfugio, por lo elemental del truco, o simplemente porque la ciudadanía no es tan tonta como la dictadura supone. Es un primer intento de sabotaje, un avance de movimiento en espera de que puedan llegar a otros mejores, más efectivos. De momento se trata de sembrar el pánico, de llamar a la inquietud, de avisar que el ambiente se puede calentar después de una maniobra dedicada a prologar hechos posteriores contra la marcha de la casa de las leyes.

Los diputados pueden enfrentar sin mayor esfuerzo la tentativa. Les bastará con reunirse en otra parte, bajo techo o sin techo, en la ciudad o en los campos, porque la legalidad se juntará en el espacio que escojan sus representantes. Donde ellos se reúnan se resumirá la soberanía popular que los ha escogido como su vanguardia. Alejados de una supuesta bomba, o próximos a ella, tienen mil maneras de continuar airosos su trabajo, de cumplir su deber. Pero con la debida cautela, porque la engañifa es un prólogo de lo que la dictadura tiene pensado para ellos.

Ahora se los ha anunciado, de pésima manera, a través de una vicisitud por cuya verosimilitud nadie en sano juicio puede apostar, pero es una señal que no debe pasar inadvertida. Pese a que ellos y la sociedad se ha convertido en testigos de un atentado absurdo, es decir, de algo que ni los idiotas de mayor envergadura pueden proponer para causar pánico, es un tema sobre el cual se debe pensar con toda la pausa del mundo. Es tan increíble el asunto, tal digno de desconfianza y de risa, que se le debe dar la vuelta hasta saber la razón que pudo provocarlo. Algo debe explicarlo, pese a que a primera vista se sienta como una chambonada.


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