La gran pregunta que hace doler el alma en estos días de miseria, hambre y abandono es si todavía queda en Venezuela un espacio para la esperanza. Tierra arrasada y sin ley, hundida en un pantano de sangre y dolor, de presos que son asados a la parrilla por sus carceleros y de ministros cobardes que no aceptan críticas a su inepta gestión, corrupta e inhumana. Con ese infierno en su conciencia el gobierno de Maduro trata de cerrar las puertas a un episodio que lo ha dejado totalmente al desnudo ante la opinión pública nacional e internacional.

Tanto los militares maduristas como los actuales jefes del PSUV olvidan que en la vida unas son de cal y otras de arena. Se sienten como seres especiales y con el poder suficiente para despreciar cualquier gesto que demuestre que su doctrina de violencia todavía guarda un mínimo respeto por los principios que regulan la vida en sociedad y entre los ciudadanos que la integran. Su visión devastadora va más allá de los regímenes tiránicos latinoamericanos que encarcelaron a los jóvenes, los torturaron y luego los mataron uno a uno, ya sea ante un paredón o borrando en sus corazones y en sus almas cualquier ansia de democracia y libertad.

Cuando aún ardía en el dolor y la angustia de la población, especialmente en los sectores populares, el maltrato profundamente  nazista o estalinista que el poder había decidido para los presos que, ¡vaya sorpresa!, la justicia madurista ni siquiera había trasladado a una prisión o peor aún a los tribunales correspondientes para condenarlos como ordena la ley, se da a conocer un estudio de la Universidad Central de Venezuela sobre la sequía de estudiantes y la mengua progresiva de quienes se inscriben en nuestra valiente y hermosa Universidad Central de Venezuela.

Mayor tragedia es imposible de imaginar porque la UCV es una de las casas de estudios que genera ciudadanos para la vida civil y democrática, que siempre fue el sueño no solo de los jóvenes caraqueños sino de la avalancha de estudiantes que provocó la llegada de la democracia en los años sesenta, con la apertura y modernización de universidades a lo ancho del país. No estamos ficcionando la historia, pues esta realidad la vivieron centenares de jóvenes cada año y lo mejor del mundo es que desde el interior del país llegaron jóvenes estudiantes que experimentaban una libertad desconocida, es decir, vivir lejos de sus familias y construir su propia vida sin la tutela hogareña.

Caracas se llenó de residencias para las jóvenes estudiantes que, todo hay que decirlo, eran estrictas pero flexibles hasta donde se podía. Lo mismo ocurría en la Universidad de los Andes, con características específicas y hermosas, pues con su presencia los estudiantes convertían a Mérida en un volcán permanente de cultura y energía juvenil.

Estas universidades, sin olvidar la activísima del Zulia, creaban más vida y agitaban más la cultura y el debate de las ideas que cualquier cuartel incapaz de abrirse a la vida cierta. ¿Y cómo no sentir que la vida y la cultura iban agarradas de la mano? Caminar por la UCV era entrar en los largos y resplandecientes caminos de la cultura moderna. Hoy el militarismo ignorante crea ¡ay! la diáspora de los estudiantes.


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