Escrita entre el último año del siglo XVI y el primero del XVII, La duodécima noche, Como gustéis o Noche de reyes –estos son apenas tres de los muchos nombres que en nuestro idioma se la ha dado, dependiendo del traductor o de quien dirija la puesta en escena de Twelfth Nighth or What You Will, que así se llamó en inglés– es una deliciosa comedia de enredos en cinco actos que debemos al genio de William Shakespeare y que viene como anillo al dedo para el pergeño de estas líneas, no tanto por  referirse a la Epifanía del Señor o Adoración de los Reyes Magos que recuerda y celebra hoy  el occidente cristiano, cuanto por una frase atrapada al vuelo en una película que la versiona y copiamos íntegra, subrayando el fragmento que, verdaderamente, dio pie al presente editorial: No temáis a la grandeza; algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza le es impuesta y a otros la grandeza le queda grande.

¿Cómo no pensar en el señor Maduro y su pedestre imitación gestual de quien lo puso donde está –la emulación verbal la dificultan su peculiar sintaxis y un exiguo vocabulario que potencia la repetición hasta el fastidio– y lo enorme que le han quedado las botas de su benefactor? ¿Cómo no admirarse ante el cara(ma)durismo de una corte de aduladores que propicia su analgamiento eterno en una silla en la que nunca ha debido asentar sus posaderas y, sin embargo, ocupó para mayor gloria de quienes –¿militares bolivarianos o cubanos castristas?– mueven los hilos del poder político y se han hecho del control de la economía y de las finanzas nacionales?

Sí. A Nicolás, la Presidencia le vino tan holgada como el camisón que la voz popular estima demasiada vestidura para Petra; y, sin embargo, ya está en campaña por su reelección. No olvidemos que la reelección es pieza maestra del engranaje populista y su procura puede que nos asombre, y nos mueva a preguntar: ¿a cuenta de qué un funcionario, ilegitimado de origen y ejercicio, que ha hundido al país en la miseria y la violencia, pretende ahora ser ratificado?

Lo grave, y tan descomunal como las agallas chavistas, es el candor de una oposición que sigue creyendo que la luna es pan de horno y confía en que nuestra conflictiva situación se solucione mediante elecciones presidenciales. Con tal convicción se apresta a sentarse de nuevo en la mesa de diálogo. ¿No deberían ser la abolición del concilio prostituyente y el reconocimiento de la legitimidad y autonomía de la Asamblea Nacional, y su facultad para reorganizar los poderes Judicial y Electoral en un esquema de imparcialidad, la principal y quizá única exigencia en conversaciones que ya comienzan a parecer monólogo de teatro del absurdo?

Esa oposición naif también está entallada muy por encima de su estatura. ¿No tendrá ello que ver con que el charlatán eterno hubiese convertido a Bolívar en un mediecito, de modo que la grandeza no le fuese esquiva? Si no, ¿cómo explicar que participe de la epifanía merenguera del reyecito?


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