Las elecciones celebradas en España el pasado domingo no solo nos importan por la muestra de madurez democrática que significaron, sino también por la reminiscencia de un fenómeno olvidado entre nosotros al cual queremos volver y cuyo camino se ha empeñado el chavismo en clausurar. Cuando vimos votar a los españoles admiramos la fortaleza de la democracia manifestada en la decisión de la ciudadanía, pero también sentimos el vacío de un procedimiento de selección política que fue habitual, pero que en Venezuela se ha convertido en meta remota o inaccesible.

Por eso nos interesamos en los sufragios peninsulares como si fueran cosa propia. Sirvieron de espejo de lo que fuimos una vez como miembros de una república. Nos trasladaron a un pasado en el cual se podía votar con libertad, o sin mayores apremios, por los partidos y por los nominados que uno quisiera. Revivieron la experiencia de los mítines que ayer fueron caudalosos y entusiastas, pero que fueron convertidos poco a poco por la dictadura en remedos para su exclusivo beneficio, en reuniones anodinas sin destino prometedor.

Nos hicieron recordar que, si no nosotros, los más jóvenes, nuestros padres y nuestros abuelos animaron la calle con banderas y caravanas que respaldaban opciones diversas en la búsqueda del bien común. España, con los debates de los candidatos, con una propaganda destinada a propósitos concretos y accesibles, y con las  filas de votantes en la culminación de una jornada de vital importancia para la sociedad, nos devolvió a un país desaparecido que pretende recobrar la obra de democracia que vivió durante medio siglo y que ha sofocado la usurpación de la actualidad.

¿Desde cuándo no vivimos la curiosidad de las propuestas electorales? ¿Desde cuándo no nos entusiasmamos de veras por las promesas de un líder a quien entregamos la confianza y el voto? ¿Desde cuándo no hacemos apuestas por el candidato que nos gusta? ¿Desde cuándo no seguimos el detalle de los escrutinios hasta altas horas de la madrugada? Pese a que Chávez se ufanó de ponernos a votar cuando le pareció conveniente, decenas de veces, algo oculto y podrido nos decía que no se trataba de una decisión multitudinaria y autónoma, sino de una operación orquestada para el beneficio de un solo ganador. Pese a que hicimos cola frente a las urnas como en el pasado, sabíamos o sentíamos que todo estaba decidido de antemano por el convocante y por los funcionarios que tenía a su disposición para contar los votos y para cantarlos después de manosearlos a gusto. O algunas campañas fueron de verdad y pudo estar cerca la alternativa de la victoria contra el mandón, pero al final la fiesta electoral se iba por una sola calle estrecha y ciega.

De allí el interés despertado por las elecciones sucedidas en España para llenar las curules de la Unión Europea y para renovar los ayuntamientos y numerosos gobiernos autónomos. Es probable que ni siquiera supiéramos con exactitud la ubicación geográfica de la mayoría de las localidades en las cuales se votaba, ni la filiación de los nominados en las jurisdicciones, pero estuvimos pendientes de su suerte a través de la televisión, o gracias a los comentarios de los amigos más enterados. Se puede pensar que no era para menos, que la suerte de España está atada a la nuestra y que nos conviene conocer los detalles de su política, pero es evidente que el interés fue movido por la nostalgia de una práctica extraviada, por la lejanía de un ejercicio electoral libre y sin sombras, por las ganas que tenemos de que regrese pronto.


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