En los últimos años, los ataques contra periodistas y medios de comunicación en Venezuela se han convertido en un foco de constante preocupación para la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP. Entre quienes asisten a las asambleas anuales o a las llamadas reuniones de medio año, los relatos sobre las condiciones en que se ejerce el periodismo en Venezuela son motivo de verdadero asombro. Año tras año, los informes –basados en testimonios de primera mano– ofrecen un cuadro cada vez peor. Una pregunta se repite encuentro tras encuentro: si es posible que las cosas puedan ser todavía más hostiles.

El informe que me ha correspondido presentar en la 73 Asamblea General en Salt Lake City, durante el fin de semana que acaba de pasar, resume, de forma inequívoca, dos realidades: se ha producido a lo largo de este 2017 un agravamiento de la persecución a periodistas y medios de comunicación, y se han creado condiciones para que el ejercicio del periodismo adquiera unas proporciones tan riesgosas como nunca antes en la historia venezolana.

La sola extensión de la cronología que sintetiza cada uno de los episodios, apenas unas pocas líneas de cada uno, se extiende por casi 60 páginas. Es tal la cantidad de violencia ejercida, tantos los formatos del desafuero que no hay lector del mismo, por muy informado que esté de lo que ocurre en Venezuela, que no lea con perplejidad los datos que se aportan.

¿Cómo resumir en el espacio de un artículo semejante y múltiple campaña de hostigamiento, persecución y detenciones? Es probable que esto no sea posible, que nada sustituya el paciente repaso de los hechos. Lo que sí es posible es intentar mostrar cuatro conclusiones inequívocas, que se desprenden de lo ocurrido.

Uno: en el contexto del programa de represión generalizada contra la sociedad venezolana, que tiene a unidades de la Guardia Nacional Bolivariana, de la Policía Nacional Bolivariana y a grupos paramilitares como sus principales operadores, hay toda una línea de ejecución en contra de la acción de periodistas, en contra del reporterismo.

Dos: para la ejecución de estas acciones, a las que me referiré más adelante en este artículo, los funcionarios han sido entrenados e ideologizados. Existe una clara diferencia entre quien cumple una orden y quien la realiza estimulado por el odio. Los testimonios de centenares de reporteros, fotógrafos, camarógrafos y de ciudadanos que accionaron sus móviles o sus cámaras durante las protestas refieren que uniformados y paramilitares actúan con una rabia desmedida. Las frases que profieren –que a menudo se repiten en distintas regiones del país–, las modalidades de actuación, la virulencia de la acción física, el contenido de las amenazas, toda la data disponible revela con creces no solo la existencia de patrones, sino de órdenes recibidas de evitar, violentando el marco legal y los derechos humanos y políticos, que los periodistas hagan su trabajo.

Tres: a los funcionarios se les ha garantizado la impunidad. No solo lo revelan los extremos y la ferocidad de los hechos, sino las palabras de los propios funcionarios que, amenazantes y descaradas, repetían que no les castigarían por los abusos y violencia cometidos: que sus jefes les habían garantizado que ninguna acción legal les castigaría posteriormente.

Cuatro: algo muy importante, que tiene apariencia de ser un matiz y no lo es: lo deliberado de este programa de represión en contra de medios de comunicación. Durante los días de las protestas, voceros del gobierno justificaron las acciones en contra de los periodistas como accidentes, como hechos que ocurrían en la confusión o el desorden propios de las protestas. Esto es falso. El seguimiento, caso a caso, del modo como se desarrollaron las cosas, no deja lugar a dudas: los funcionarios de la GNB, de la PNB y los paramilitares bajo sus órdenes salieron a la calle con dos tareas diferenciadas y complementarias: reprimir a los ciudadanos que ejercían su derecho a la protesta, y reprimir a los periodistas que ejercían su derecho de informar.

¿Y cómo lo hicieron? Amenazando. Impidiendo el acceso. Expulsando a golpes de las zonas en que ocurrían los hechos. Robándose los equipos. Atracando a los reporteros. Golpeándoles con furia. Obligando a sus portadores a borrar de la memoria de sus equipos las fotografías o los videos que habían grabado. Prohibiendo el ingreso al país. Expulsando a corresponsales del territorio venezolano. Deteniendo a profesionales que hacían su trabajo. Pateándoles cuando ya habían sido lanzados al pavimento. Lanzándoles bombas lacrimógenas al cuerpo. Apuntándoles y disparándoles. Asfixiándoles. La lista, que no acaba aquí, revela que se emitió una orden, un amplio permiso, que autoriza que la acción en contra de los periodistas sea de carácter ilimitado, lo que incluye la acción de los tribunales.

Frente a toda esta brutalidad organizada por la dictadura, la reacción de los profesionales del periodismo, así como de los reporteros ciudadanos, ha sido admirable. La prueba del coraje está en los cientos de miles de documentos de diversa índole, que son pruebas irrefutables de la violencia que el Estado y algunos de sus órganos han ejercido contra personas indefensas que ejercían derechos consagrados en la Constitución.

A quien me ha preguntado si la represión logró doblegar la responsabilidad democrática de los profesionales del periodismo venezolano, respondo con hechos: la resistencia y la voluntad profesional se mantiene intacta, y no dejan de expresarse, en forma de noticias y de opinión fundamentada en los hechos, día a día.


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