Todos los días no tienen la misma trascendencia. Las jornadas habituales, marcadas por el ritmo de la rutina, ofrecen poco material para señalarlas como importantes. Dominadas por las naderías de la existencia, por lo que cada cual hace para vivir sin contratiempos y para llevarse bien con el prójimo, generalmente pasan inadvertidas por los observadores, hasta por los más perspicaces.

Aun en situaciones de penuria, cuando los habitantes de un entorno determinado experimentan agobios que los llevan por la calle de la amargura, resulta difícil hablar de plazos temporales que deben marcarse como sobresalientes en la vida de una sociedad, como momentos de dolor que se distinguen de otros anteriores. ¿Por qué? Simplemente porque no pasa nada, o apenas sucede mayor cosa, paralizados como están sus miembros por el dominio de una avasalladora inercia. Apenas un disturbio menor los sobresalta, una molestia que responde a humillaciones de la realidad, pero que no basta para provocar conductas dignas de atención.

Los días cruciales son anunciados por situaciones que los deben conmover, es decir, por uno o varios hechos que los deben hacer distintos a los otros días. La atmósfera se sobrecarga por la amenaza de un evento que, por su magnitud, es capaz de hacer que una sociedad se levante de la siesta en la que ha dormitado. La hibernación cesa debido a la llamada de una circunstancia que incumbe a las mayorías de una colectividad, a la conmoción que puede provocar la dureza de un fenómeno susceptible de prologar épocas peores, en comparación con la que se vive; a los tirones de un hecho debido a cuya concreción se puede pensar en la alternativa de una reacción colectiva relacionada con él, o provocada por su advenimiento.

La usurpación del poder por Nicolás Maduro, que está a punto de suceder, es uno de esos llamados de la realidad que pueden convertir en cruciales las jornadas venideras. Una ruptura desembozada y grosera de las reglas del juego republicano, una patada olímpica que tumba el mesón de la institucionalidad edificada entre inmensos sacrificios a través del tiempo, una maniobra nacida de la coerción y la trampa, un parto forzado por médicos sin título conocido, el bautismo de una criatura deforme, contrahecha, debe considerarse como un suceso que debe destacarse como anómalo y aun como monstruoso en los anales de una nación que ha querido ser republicana desde sus orígenes, pero que ahora es desviada a la mala por un vulgar hecho de fuerza.

¿No es suficiente resorte para que hagamos lo que se debe hacer en días cruciales?, ¿para levantarnos todos contra el continuismo de una dictadura a la cual solo se le deben penalidades y espinas? Los días cruciales no son, necesariamente, una respuesta automática a las solicitudes de la realidad. Nadie los programa con exactitud. No responden a reglas fatales, como las de la física, sino a pulsiones de la sociedad sobre cuyo desenvolvimiento no hay pronósticos certeros. Pueden concretarse mañana, o esperar otra ocasión. Los días cruciales tienen una oportunidad que, por su carácter excepcional, se adueñan de una situación cuando los muchos hombres que los deben protagonizar lo deciden. Pero están por allí, cerca, se huelen y se anhelan.


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