Este martes se celebró el Día del Libro. En las afueras del país, desde luego, porque en Venezuela no hubo motivos para la fiesta. También se festejaban el Día del Idioma y del natalicio de Miguel de Cervantes, otras efemérides a las cuales poco se pueden vincular los venezolanos, cada vez más precarios en materia de comunicación a través de la lengua, a menos que estén dispuestos a congratularnos con los tartajeos de los gobernantes y con las pobrezas expresivas que se han empeñado en imponer.

Pero el tema es el libro, es decir, el asunto de una imposibilidad de regocijo por la falta del objeto destinado a la festividad. A menos que nos dispongamos a hacer la fiesta de una ausencia. A menos que estemos felices por la falta de tinta y por la mudez de las imprentas. A menos que nos sintamos felices al ver las librerías cerradas, o dedicadas a vender volúmenes  desactualizados que remiten a una prehistoria. A menos que nos parezca maravilloso que el mercado de los libros se limite a los rincones de la avenida caraqueña de las Fuerzas Armadas, llenos de objetos disminuidos y desvencijados sobre cuya procedencia abundan las crónicas sin claridad.

La industria editorial ha sido una de las más castigadas por el chavismo. Los trabajadores de las imprentas, los editores, los diseñadores, los libreros, los correctores, los dibujantes  y los críticos de lo que aparece en sus contenidos, han sido víctimas de una persecución destinada a la clausura de una de las actividades fundamentales del mundo civilizado, de una de las expresiones primordiales del talento humano. Una persecución meditada para el ataque de la libertad de expresión, víctima esencial de los regímenes totalitarios, y para impedir la multiplicación de un enjambre de individuos que son considerados por las dictaduras como bestias dignas de la muerte: los lectores. Lo mejor es impedir que la gente se guíe por lo que dicen los libros, especialmente esos que publican los ensayistas, los filósofos, los historiadores, los sociólogos y los politólogos, capaces de sembrar y multiplicar la semilla del libre albedrío. En el catálogo oficial de la maldad se incluyen los autores de novelas y cuentos, naturalmente, porque animan fantasías capaces de hacerle pensar a la gente sobre la necesidad y la posibilidad de mundos mejores.

No hay otra manera de explicar la sevicia de la dictadura con el universo del libro. Solo una intención expresamente meditada puede conducir al menoscabo de la actualidad, a la desaparición de los libros y los libreros venezolanos, a la ausencia de una actividad que reunía a la sociedad en torno a una de sus producciones primordiales y más enaltecedoras. Pero también es  cierto que algunos promotores de cultura no se han rendido, que continúan en el afán de publicar y de vender sus productos, de buscar autores cada vez más necesitados de editor y lectores más ávidos de novedades.

Son pocos, por desdicha, pero merecen especial reconocimiento en estos días lúgubres para la vida cultural, en estas horas de oscura decadencia. Son los San Jorges que batallan contra el dragón de la barbarie, son los quijotes que recuerdan al gran autor de lengua española que el régimen desprecia. Los celebramos desde aquí, mientras llegan tiempos mejores.


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