Para ser embustero se debe tener vocación; el motivo de una necesidad vital para sembrar el mundo de patrañas. Hay que ser formado por una determinada pasta parda para torcer la verdad con el objeto de obtener beneficios a costa de la manipulación del prójimo. Un hombre hecho y derecho, o cabalmente inteligente, no se enfrenta al mundo con el arma de los embelecos, quizá porque el espacio de los patrañeros es excesivamente intrincado o porque va a llegar, más temprano que tarde, a un agujero cavado por el peso de todo lo torcido que ha salido de su boca.

Es lo que pasa con los voceros de la dictadura y con alguno de ellos en particular. Ante la falta de ramas de las cuales agarrarse en un árbol desvencijado por el viento, o en peligro de derrumbe por la debilidad de sus raíces, han fraguado laboratorios cuyo objeto es la elaboración y divulgación de un conjunto recurrente y aparentemente coherente de mentiras. Para ello se valen de los mentirosos que tienen a mano, abundantes y dispuestos a hacer un trabajo para el que nacieron por la estrechez de rectitud en el primer coche que los llevó de paseo; o de otros sujetos de poca monta a quienes, por la precariedad de sus valores, entrenan en el arte de los infundios hasta convertirlos en expertos.

Así salen las mentiras en serie, es decir, un desfile de tergiversaciones intencionales de la realidad que intentan servir de manto a los disparates y a los horrores del mal gobierno. Fracasan en plazo breve, porque de las oscuridades del infierno no pueden salir los colores del paraíso debido a que no existe todavía un número suficiente de incautos, o de tontos de capirote, para que pueda convencer una maroma tan estrafalaria. Esos laboratorios que pretenden cambiar el mal por el bien o el vicio por la virtud u ofrecer espejitos especiales para la captación de realidades prefabricadas terminan en el desván de las inutilidades, aunque pueden evitar la desaparición o el descrédito de quienes los han integrado porque la mayoría, dentro de su gris catadura, no pasan de ser mentirosos anónimos.

Mayor problema tienen los que trajeron de la cuna más pasta de infundiosos, o aquellos a quienes les parece fenomenal el lucimiento en la tribuna de las trácalas. ¿Por qué? Porque llegan a la cumbre de la popularidad cuando desembuchan una mentira que les dará celebridad o gracias a la cual sentirán que han triunfado como seres humanos. Sienten placer por el hecho de ser famosos, pese a la deleznable base de su pedestal, y llegan a la saciedad del pavoneo hasta que se les ven las costuras. Como se desviven por estar en el centro de las cámaras, no tarda uno en descubrir las arrugas y las vergüenzas de una lengua sin honor.

Viene a la memoria en este punto, seguramente sin exceso, el predicamento del doctor Jorge Rodríguez, quien de tanto capturarnos la atención con sus recurrentes historias no calculó que corría el riesgo de ofrecer una carnada que no nos pescaría, o de que su zurcido terminaría por ser demasiado visible, evidente aun en la mitad de una noche sin luna o ante las pupilas más afectadas por la miopía. De allí que sufra el castigo de que no le creamos ninguna de las versiones que elabora, ni siquiera la que alguna vez, por alguna razón excepcional, pueda contar con el fundamento de la verdad.


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