La transparencia de las elecciones presidenciales de Chile y la actitud de los contendientes han llamado la atención entre nosotros. Unos resultados transmitidos inmediatamente después del comienzo de los escrutinios y la cordialidad del vencedor y del vencido han dejado honda huella, como si se tratara de un hecho insólito. Las redes sociales se han volcado en elogios, y muchos de los usuarios manifestaron envidia por esa felicidad ajena y lejana.

Hace tiempo que no se experimenta un hecho semejante en Venezuela. Es una falta que va para dieciocho años, una ausencia tan grande que pareciera desterrada de los recuerdos colectivos. De allí la extrañeza y hasta el dolor ante una carencia que parece irremediable. Sin embargo, sucesos como el chileno que ahora celebramos fueron parte de una rutina de nuestros procesos electorales hasta la llegada del chavismo. Mirar hacia ese pasado entrañable nos puede dar cabal noticia sobre los tesoros perdidos en la ciénaga de la política nacional.

Desde 1958 y hasta la primera victoria del comandante Chávez, todas las elecciones que llevamos a cabo se distinguieron por el equilibrio del organismo electoral y por el respeto de las decisiones salidas de su seno. Los mandatarios se sucedieron en plena normalidad, sin que se temieran sobresaltos capaces de trastornar la vida de la ciudadanía. Ni siquiera durante la época de los movimientos guerrilleros se sintió la amenaza de acontecimientos capaces de alterar el orden público. Ni siquiera la estrechez de los resultados de las elecciones en las cuales Rafael Caldera, candidato de la oposición, derrotó a Gonzalo Barrios, nominado por el gobierno, hizo que la sangre llegara al río. Después de pugnas realmente insignificantes, se reforzó el hábito de la concordia cívica.

También la urbanidad política fue entonces un rasgo predominante. Se reconocieron sin estridencias los triunfos y los reveses. Se cumplieron las ceremonias del saludo de los políticos que habían participado en los procesos, ante la vista de los votantes. Los traspasos de la administración no fueron bruscos, sino el resultado de un avenimiento realizado por comisiones de enlace, de un tránsito de informaciones capaces de asegurar el pase confiable a las autoridades escogidas por el pueblo. Así sucedió después del derrocamiento de Pérez Jiménez y hasta el ascenso del chavismo, debido al establecimiento de una rutina que hoy nos parece extraña y remota.

El hecho de que nos admiremos por el espectáculo de civismo que acabamos de ver en Chile da cuenta de cómo hemos perdido un tesoro protegido por rutinas encarecidas que no solo se establecieron aquí con firmeza, sino que también sirvieron de ejemplo a los países vecinos que no disfrutaban de los bienes de la democracia y los buscaban con afán.

Ellos los encontraron y los disfrutan, mientras nosotros los perdimos y los anhelamos. En consecuencia, la necesidad de recuperarlos es perentoria. Fuimos estrellas de ese teatro y tenemos el derecho, o más bien la obligación, de ser de nuevo sus protagonistas esenciales. En relación con el asunto de los sufragios chilenos que hoy nos conmueven conviene recordar que, debido al civismo venezolano, primero fue sábado que domingo.


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