Los delincuentes no tienen nacionalidad, en el sentido de que la comisión de sus fechorías no depende de su lugar de nacimiento ni de una inclinación relacionada con el sitio de su origen. Solo las circunstancias determinan y explican la perpetración de un crimen o de un robo, o de asuntos semejantes. Nadie viene al mundo marcado por una señal que lo conduce a infringir las leyes o a lesionar a prójimo mandada por el ambiente que lo vio nacer.

Si es así, es evidente que resulta no solo injusto, sino especialmente escandaloso, que se relacione a un conjunto numeroso de individuos con el actor de un delito por el hecho de tener su misma nacionalidad. No existe la alternativa de vincular un delito concreto, un hecho singular y esencialmente individual con las conductas o la mentalidad de otras personas que solo comparten con él una partida de nacimiento, un pasaporte o una cédula de identidad.

En consecuencia, no hay sociedades distinguidas por la orientación de sus miembros hacia el delito. No se es homicida o violador o pederasta por haber nacido en China o en Rusia o en Paraguay o en Israel, por ejemplo. La explicación de un asesinato o de un abuso sexual no puede encontrar fundamento en el examen de los papeles que refieran al país o a la población del protagonista de la fechoría, a menos que se quiera caer no solo en injusticias flagrantes, sino también en demostraciones de monstruosa y delirante estupidez.

Hace poco un ciudadano venezolano mató a su novia en Ibarra, población del Ecuador. La víctima estaba embarazada, pormenor que aumentaba las proporciones del suceso ante la pasión de los vengadores. Pero ¿cómo calificar la reacción colectiva que originó? Como un fenómeno deleznable que, por desdicha, no confinó su horror a tales límites. De inmediato las turbas atacaron con saña a colectividades de ciudadanos venezolanos que viajaron a esa latitud como exiliados muertos de hambre y sedientos de justicia, buscando el cobijo que les negaba la dictadura de su país. Sus precarias pertenencias fueron pasto de las llamas, sus frágiles viviendas fueron derrumbadas y ellos tuvieron que salir en estampida para salvar sus vidas.

El caso se torna más horripilante si consideramos que el gobierno del Ecuador, en lugar de levantar la voz ante un ignominioso suceso que solamente debe generar repulsa, en lugar de castigar a los protagonistas de unas pobladas movidas por la barbarie, ha decidido aumentar los requisitos de seguridad para los venezolanos que pretenden asilarse en su país, ha anunciado que apretará las tuercas ante la probable llegada de otros sujetos que pueden repetir –¿debido a que son venezolanos?– un crimen tan reprobable como el cometido en Ibarra. La irresponsabilidad de los encargados de manejar la situación clama al cielo, pero también su divorcio de situaciones de solidaridad y humanidad que los obligan a actuar apegados a la justicia y al respeto de los derechos humanos.

Sabemos que la presencia de extraños causa problemas entre los elementos autóctonos. No es insólito que los propios miren con desconfianza a los ajenos. Ha sido así desde el principio de los tiempos, hasta el extremo de generar xenofobias a través de las épocas en infinitas comarcas. El mal de la xenofobia puede, por desdicha, provocar reacciones tan dolorosas y deplorables como la sucedida en Ibarra ante un crimen cometido por un venezolano. Pero esto lo debe saber de sobra el gobierno democrático del Ecuador, ¿no es cierto?


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