Luis Inacio “Lula” da Silva fue investido presidente de la República Federativa de Brasil el 1° de enero de 2003. Hugo Chávez tenía 4 años en el poder y se las había ingeniado para que la Corte Suprema de Justicia, organismo eliminado por la constituyente del Kino y sustituido por un cenáculo de leguleyos y picapleitos aquiescentes y venales (tsj), prolongara su mandato por un año más de lo previsto en la recién estrenada bicha bolivariana. 

Se iniciaba, así, un proceso de demolición institucional que acabó con la separación de poderes, esencia del Estado democrático, y convirtió a los magistrados en algo menos que escribas a las órdenes del Ejecutivo. No pudo el antiguo dirigente metalúrgico y líder del Partido de los Trabajadores copiar y aplicar a su país el esquema absolutista de quien iba a ser su aliado, admirador, pero, sobre todo, uno de los mejores clientes del gigante Odebrecht.

Quizá Lula se creyó inmune a la justicia y confió demasiado en los resultados de una gestión populista en extremo que, al contrario de lo ocurrido en Venezuela, pudo exhibir logros significativos, aunque no sustentables como evidenció el gobierno de Dilma Rousseff, su defenestrada sucesora.

Como esta, el ex presidente que las encuestas dan como favorito para ocupar el Palácio da Alvorada por tercera vez, se topó con un juez, Sergio Moro, quien destapó la olla del mayor escándalo de corrupción en la historia de Brasil –Operación Lava Jato– y no cedió a presiones indebidas, como las concentraciones convocadas en respaldo a quien aún insiste en que el juicio que se le sigue busca impedir su reelección: “El condenado no soy yo, es el pueblo brasileño. Todo lo que están haciendo es para que no sea candidato, pero lo voy a ser”.

Tan arrogantes palabras no dejan de ser sospechosas, más si se tiene en cuenta que fueron dichas en una manifestación electorera realizada en Sao Paulo con intención de influir sobre el Tribunal Federal 4, a fin de que dejase sin efecto la sentencia de Moro. Pero los tres jueces que integran la sala octava del juzgado portoalegrense no solo la ratificaron, sino que aumentaron de 9 a 12 años de prisión la condena.

Lula no se rendirá fácilmente. Vendrán apelaciones y se multiplicarán pliegos y petitorios en rechazo a una decisión que pudiese frustrar las ambiciones del carismático ex sindicalista. Mas no será la incondicional y automática solidaridad del gobierno de Maduro su salvavidas, porque la presta reacción del régimen está bordada con los mismos hilos que tejen la defensa de narcos y corruptos de su entorno, sancionados por Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.

El comunicado emitido por la Cancillería venezolana es un florilegio de pamplinas como esta: “Resulta inaceptable y contrario a los principios democráticos que la derecha brasileña, en acuerdo con los poderosos medios de comunicación, manipule las instituciones judiciales con la intención manifiesta de truncar el regreso de la Revolución popular del Brasil a la presidencia del país de la mano de Lula Da Silva”. 

Después el cara(ma)durismo habla de injerencias. ¡No me defiendas, compadre!


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