Los que traten de hacer comparaciones entre la crisis actual y las anteriores que se han experimentado en Venezuela contemporánea pierden el tiempo. Jamás en los períodos recientes se habían encadenado tantos problemas, ni se había juntado tanta desidia en las esferas oficiales frente a lo que pasaba por sus narices. Nadie puede hablar, si aprecia los sucesos que han ocurrido desde la segunda mitad del siglo XX, de una reunión descomunal de problemas y de una carencia de soluciones como las que caracterizan la actual oscurana venezolana.

Solo si se mira hacia muy atrás, a los tiempos de la Independencia y de la Federación, puede hablarse de un caos parecido. Pero con una diferencia notable: aquellos fueron tiempos de guerra, entonces la gente se mataba peleando contra el imperio español o sacándose las tripas en una guerra civil. En los últimos veinte años no han sucedido fenómenos como esos, ni nada que se les parezca. Todo ha sido obra del régimen iniciado por el teniente coronel Chávez y continuado por su sucesor, Nicolás Maduro, cabecillas de una depredación que destruyó la bonanza económica del país petrolero y los hábitos de la convivencia democrática hasta meter a la sociedad en un pantano profundo y doloroso.

Lo que está pasando en las últimas semanas no es otra cosa que el corolario de dos décadas de corrupción, ineficacia y demagogia desenfrenadas. La arruga chavista no se pudo estirar más, la ubre agotada ofreció lo poco del nutriente que le quedaba y aun los causantes del desorbitado ordeño apenas pueden chupar unas gotas, para que la sociedad se precipite en un caos inevitable. No hay ni siquiera vacas flacas para el alimento, porque las acabó el chavismo con la complicidad de una maraña de enchufados y, hay que decirlo, con la pasividad de un liderazgo político y de una ciudadanía que no parecían concernidos frente a lo que estaba pasando con su destino.

La magnitud del trastorno, sus fulminantes heridas, ha obligado a la resurrección de una dirigencia que dormía el sueño de los indiferentes, y a que resurgiera un movimiento social que parecía muerto y enterrado. De allí la aparición de una dinámica a través de cuyo desarrollo se puede pensar en una solución capaz de iniciar una nueva etapa de la historia que deje a la anterior como una de las experiencias más nefastas de la sociedad desde cuando se formó como república. Pero el desenlace depende de la conciencia de los dirigentes de la oposición sobre lo que ha significado el chavismo y sobre la necesidad de borrarlo de la faz de la tierra.

Deben saber que no enfrentan una dictadura cualquiera ni una dirigencia nefasta como muchas de las que existieron antes, sino al peor establecimiento de los últimos tiempos y a una pandilla de malhechores dispuestos a continuar el caos porque es el único sustento del que pueden echar mano para buscar cierto tipo de supervivencia, cierto oxígeno salvador. En la medida en que el liderazgo opositor sienta de veras que se enfrenta al rompecabezas más importante y trabajoso de la historia patria, y a una cúpula de desalmados como ninguna de las anteriores, incluida gente tan villana como la gomecista, saldremos del ominoso agujero cavado por el chavismo. Pero el desafío no incumbe solo a líderes políticos, sino también a la sociedad entera. De lo contrario, el caos se profundizará.


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