Para la mayoría de los lectores, Colombia es en estos días una grada repleta en Rusia, una alegría multitudinaria que sigue a un balón, una esperanza puesta en once luchadores que la representan y resumen en términos de excelencia.

Pero hace poco fue un acto cívico caracterizado por el equilibrio institucional y por el respeto de los derechos políticos, un suceso capaz de conmover a un continente cargado de dudas. Y mucho antes fue una búsqueda de reconciliación a través de la cual, con todos los inconvenientes que pueda tener el intento, se puede llegar a una concordia esperada por todos los hombres de buena voluntad. Eso ha sido Colombia en los últimos tiempos, para envidia de los vecinos de esta ribera del Arauca.

Maduro, en cambio, no ha sido capaz de ver ese escenario prometedor. En lugar de apreciar los logros de la democracia y los avances de la convivencia, observa un panorama de oscuridad manejado por los mandatarios del presente y por los que van a llegar dentro de poco. Solo ve nubarrones, apenas capta oscuridades y penalidades que le permiten proclamar la existencia de un peligroso vecino con las fauces abiertas para engullirlo. Ciertamente no todo lo que brilla es oro en Colombia, pero la mayoría de las cosas resplandecen si se comparan con el drama venezolano.

Entre las cosas que el dictador ha captado con sus ojos zahoríes destaca la fragua de una conspiración militar en cuya cabeza se encuentra el presidente Santos, y que seguramente será continuada por su sucesor. Es lo que ha dicho en sus declaraciones recientes, como si descubriera un nuevo plan maligno de los malvados inquilinos del domicilio de al lado, como si no tuvieran los habitantes de la Casa de Nariño problemas suficientes con el éxodo masivo de venezolanos que les ha mandado desde el Palacio de Miraflores sin aviso para que les den la comida y la salud que él olímpicamente les niega. Como si no fuera más importante para ellos, pero también para toda la sociedad colombiana, lo que vaya a pasar con su equipo en el Mundial de Fútbol.

El dictador no aporta testimonios concretos sobre la conjura colombiana que pretende el alzamiento de los cuarteles venezolanos. Como es su costumbre inveterada, desembucha temas sin evidencias que lo respalden y termina por lanzar amenazas sin fundamento.

Nada nuevo nos ofrece, por lo tanto, pero exhibe  una preocupación en cuanto a la lealtad de la Fuerza Armada que no puede pasar inadvertida. Mientras hacía su denuncia apeló a la lealtad de los uniformados, les habló hasta la fatiga de la tradición “bolivariana” que representan y, para variar, otra vez asustó o quiso asustar a la ciudadanía con el fantasma del imperialismo yanqui que espera, con el auxilio de Bogotá, el momento oportuno para convertir a los corderitos vestidos de verde oliva en guerreros sanguinarios contra la patria.

La verdad es que los gobernantes colombianos, como toda la población, están pendientes de un balón y de los problemas nacionales que deben llamar su atención, sin ocuparse de nuestra soldadesca porque no forma parte de sus prioridades. La soldadesca solo es  prioridad  para el dictador venezolano, no en balde se desgañita pidiéndole no solo fidelidad, sino también obsecuencia.


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