A toda mentira política tarde o temprano le llega el fin de su suerte, tal como está ocurriendo en Brasil y en Venezuela. El supurante Foro de Sao Paulo y sus reiteradas prácticas delictivas no dejan de inquietar a las mafias de izquierda que, ocultándose en promesas demagógicas, armaron un red de negocios sucios, con sus consecuentes pagos de comisiones millonarias. 

Para ello inventaron proyectos de infraestructura que nunca llegaron a cumplirse porque ese no era el objetivo final: bastaba con anunciarlas en ruedas de prensa, en discursos pronunciados en decenas de giras nacionales e internacionales, o en cumbres presidenciales. Lo importante era que se convirtieran en noticias y que fueran aceptadas poco a poco como verdades que llegarían en su momento debido. Lo malo fue que nunca llegaron porque jamás fueron concebidas para ser realidades.

Hubo un momento en que entre Brasil y Venezuela esta estafa internacional contra los pueblos miserables de los dos países se hizo tan rutinaria que comenzó a provocar asco. Por ejemplo, aquel famoso Gasoducto del Sur que atravesaría medio continente para llegar a Argentina, para elevar con su presencia la capacidad de producción industrial de esos “países hermanos”, para mejorar y abaratar la vida diaria de los pueblos sureños y, de paso, abultar los bolsillos de las mafias peronistas y sus perversos negocios basados en el asalto libre y permanente de los dineros públicos.

Ayer, en Brasil, la opinión pública se mostraba agitada y expectante porque estaba en juego la vida política de ese pillo de siete suelas apodado Lula, que se disfrazó de bienhechor de los menesterosos, el redentor de los más humildes y de los olvidados de la historia. Su pasado como líder sindical le permitió escalar posiciones en la vida política de sus país y, fatalmente, llegar a representar una salida aparentemente valedera para romper el círculo de fracasos que detenía el crecimiento de Brasil. 

Pero mientras anunciaba planes contra el hambre y prometía elevar a ciertos sectores populares a la categoría de clase media en ascenso, Lula y su grupo fueron consolidando una habilidosa red de corrupción como nunca antes había existido en esta parte del continente americano. Incluso se atrevió a proponer un nuevo equilibrio mundial, como si con ello encandilaría los ojos de la opinión pública mundial que ya desconfiaba de tanta bondad.

Juegos Olímpicos, Campeonato Mundial de Fútbol, rumbosos carnavales para el turismo internacional, exploraciones petroleras que anunciaban el descubrimiento de nuevas e inagotables reservas de crudo. Todo a lo grande, a lo Hollywood, como escenografía para esconder un red de coimas que le permitía a Lula mantener el control del Parlamento y sellar su alianza con la gran burguesía brasileña. 

Ahora el señor Lula –como si fuera el ratón Pérez– ha caído en la olla. Ya había sido condenado, según AFP, “por recibir un apartamento de lujo en el escándalo de sobornos de Petrobras; pero presentó un habeas corpus que si es aceptado, podrá seguir en precampaña. De lo contrario, podría ser arrestado en breve”.              
 


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