Hace apenas pocos días una noticia conmovió a Chile, a pesar de que se trata de un caso de larga data pero imposible de olvidar. Se trata de la famosa “Caravana de la muerte” inventada por la cúpula militar chilena durante la dictadura de Augusto Pinochet y su pandilla de generales y almirantes.

Una dictadura entre las más crueles y sangrientas que haya padecido ese país y que resaltó entre los tantos regímenes militares que ha padecido América del Sur. Los militares chilenos imaginaron que estarían en el poder para siempre, que el hecho de haberse alzado contra un “régimen comunista” como el de Allende les permitiría sacar a la luz pública lo peor del espíritu militar, su crueldad y su falta de respeto por los derechos humanos, sus odio contra las instituciones republicanas y contra la población civil en general.

Su rencor era tan desmesurado que no les bastaba con golpear a la población desarmada, privarla de alimentos y de agua, torturarla con instrumentos y técnicas que recordaban perfectamente bien las usadas por los nazis y lo horrores del comunismo soviético.

Los militares chilenos de la época pensaban que la mejor manera de “salvar a su país” no era otra que matar a todo aquel que se opusiera a su visión estrecha de la vida, sepultar cualquier gesto de rebeldía o desobediencia aunque este fuera de una simpleza irrisoria. En el fondo la orden de derrotar los grupos políticos que estaban a favor del gobierno de Allende (en desventaja ante una maquinaria de guerra que gozaba, incluso, de una ayuda exterior), era cuestión de días o semanas.

Pero el odio que se había sembrado en la sociedad chilena convirtió el enfrentamiento en un eterno campo de exterminio que nadie hubiera imaginado décadas atrás. Se borró todo lo civilizado y se encerró el país en un inmenso muro de miedo para todo el mundo, fuera o no enemigo. La paz se convirtió en un estorbo porque impedía seguir torturando y matando a presos desarmados, famélicos o heridos graves.

Y como bien lo hemos dicho aquí, matar a un ser humano desarmado, como sucedía en Chile y ahora en Venezuela, es la señal más evidente de cobardía en un soldado. En estas tragedias históricas siempre surgen personajillos uniformados que elevan la voz para parecer bien machos, como pasa aquí hoy.

En Chile,  esta semana se conoció que el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago para causas de Derechos Humanos, Mario Carroza, “dictó acusación en contra de miembros del Ejército en retiro, procesadas con anterioridad, incluido el general Juan Emilio Cheyre”, por su responsabilidad “como autores y cómplices de los homicidios de 15 personas en el episodio La Serena del denominado caso Caravana de la Muerte”. 

Estos oficiales pensaban que ya se habían salvado pero la justicia no descansa y sigue su curso inexorable. Crimen cometido, crimen que debe pagarse con la pérdida de la libertad y de la carrera militar.

¿Cómo repercutirá las actuales conductas represivas entre los jóvenes oficiales que escogieron la carrera de las armas para enorgullecer a Venezuela y a su familia? ¿Está hecho para ellos el papel de guardaespaldas de unos enriquecidos narcos, o en su defecto, deben devolver al ejército de Bolívar el orgullo de ser libertador de naciones y no cómplice del crimen organizado?  

   


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