La catástrofe de las fallas de electricidad no solo ha creado los problemas que habitualmente produce ese tipo de carencias, sino también una que no se relaciona necesariamente con ella porque los sistemas bien establecidos y mantenidos, cuando los hay, impiden un aislamiento general de la población como el que hoy caracteriza por desdicha a Venezuela.

Se entiende que las carencias de energía produzcan problemas en los hogares que deben mantener las neveras apagadas con el riesgo de perder los alimentos depositados en ellas, o que no pueden atender las necesidades sanitarias que ineludiblemente se presentan, ni responder por los requerimientos de los enfermos necesitados de los auxilios de costumbre. Ya es una calamidad, especialmente si provoca perjuicios a las ciudades y a las poblaciones del país entero, sin excepción, pero el entuerto se hace mayor debido a la inexistencia de vehículos a través de los cuales se comuniquen las tragedias para encontrar paliativos.

En Venezuela no hay manera de comunicarse con el prójimo. No existe la posibilidad de solicitar auxilio a los organismos públicos, ni siquiera en los casos extremos que provocan los accidentes y las enfermedades. Las asociaciones de vecinos no pueden cumplir sus planes de ayuda recíproca por la dificultad de establecer nexos estables con los miembros de la comunidad. Si usted quiere, porque tiene derecho o simplemente porque le da la gana, hablar con sus hijos o con sus abuelos que habitan en lugares distantes, permanece atado a un aislamiento que no puede ser superado por la fuerza de los afectos familiares. La lista de este tipo de restricciones es inagotable, en la medida en que son diversas las necesidades de cada núcleo familiar y de cada uno de los ciudadanos.

Cada quien busca la manera de salir del aislamiento de acuerdo con lo que le aconseja su ingenio personal, o siguiendo el ejemplo de los semejantes que han encontrado la forma de no experimentar soledades agobiantes. Han descubierto lugares excepcionales, islas afortunadas en las cuales aparece una señal que sirve para que el celular funcione para demostrar que uno está vivo y para enterarse de las vicisitudes de la gente cercana. Es la fe de vida que buscamos en la orilla de las autopistas, el puente transitorio que nos une a la convivencia destruida por una dictadura incompetente y ladrona. Tenemos convivencia a ratos, cercanías momentáneas en los hombrillos de las carreteras o en algún otro espacio descubierto por azar, en otra demostración de la postración nacional a la que hemos llegado.

Pero el remedio no cura la enfermedad, porque se convierte en un parche capaz de generar el caos que provocan los automóviles varados en la vera del camino, accidentes probables y, desde luego, el riesgo de las visitas del hampa dinamizada por el predominio de la oscuridad y la ausencia de policía. Las búsquedas de comunicación, “solucionadas” de esta manera dependiente del salto de mata, no solo concluyen en la clausura de los caminos de acercamiento provocados por la desesperación y por la improvisación. Buscar señal puede conducir a desenlaces terribles en la comarca “bolivariana”. Por ejemplo, a que, si no desaparece el celular en el intento, u otro tipo de pertenencias personales, se produzcan colisiones de carrocerías y, desde luego, se pierda la vida y solo pueda uno tratar con los semejantes desde la ultratumba.


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