Quién sabe cuánto tiempo pasó frente al espejo cual Narciso irresoluto. O como la madrastra bruja de Blancanieves. Seguramente, mientras su consorte intentaba embutirse en un mono para disfrazarse de negrita sandunguera, ¿a que no me conoces?, él se probaba una máscara del Zorro. Quizá se extravió en recuerdos de su niñez cuando gritaba ¡aquí es, aquí es!, y le arrojaban caramelos y serpentinas al paso de alguna carroza por el templete del barrio.

Lamentó no haber tenido edad para saber cómo era la cosa con Aldemaro y Sanoja en el Hotel Ávila o con la orquesta de Pérez Prado o de Machito en la Plaza Venezuela. No se sintió a gusto en el rol del justiciero Diego de la Vega y se quitó la careta para probar suerte con un turbante a lo Tamakún.  Tampoco le sentó bien el papel de vengador errante.

Se puso un sombrero de mariachi, porque sigo siendo el rey y hago siempre lo que quiero. Y se le prendió el bombillo. Sería rey, sí, pero no un monarca cualquiera. ¡No, no, no!; sería el rey Momo y se imaginó coronado, encapotado con solapas de armiño y un pirulí como cetro.

Oficiando, pues, de Momo, su majestad ordenó le entregasen 700.000 bolívares a cada patrio-tarjetahabiente y, eufórico y enfático, proclamó que “este bono es para que nadie pueda amargarle los carnavales al pueblo de Venezuela. Ellos –los sectores de la derecha– le hacen la guerra al pueblo, yo abrazo y protejo al pueblo”.

Así, los camaradas del comando guarapita y del batallón lavagallo tendrán que apañárselas para que les rinda la bonificación. No dan para mucho esos hiperdevaluados bolívares. Son algo menos de tres dólares de los de verdad que no alcanzan ni para una botella de ron. La única manera de hacerlos rendir es convertirlos en papelillo para suplir el déficit de cotillón. O en papel higiénico, que bien caro está.

Este bono carnavalero, limosna disfrazada, como corresponde a una mascarada, es otra de las ya demasiado seguidas humillaciones a las que es sometida la gente humilde, a la que se le exige que en el jolgorio electoral vote al son que le toque el gobierno.

Preocupa en demasía el desparpajo del reyecito y sus conmilitones al suponer que la integridad del venezolano vale tan poca cosa. ¿Por qué no usa ese dinero para comprar medicinas contra el cáncer, o aparatos para diálisis, o antibióticos para la población?

No hay diferencia entre el nariceo monitoreado electrónicamente y el seguimiento y espionaje que dieron origen a la lista negra del macartismo. Al ciudadano que infravalora a sus compatriotas y los cree comparsa incondicional de su bochinche podría preguntársele, como preguntó el abogado Joseph Welch al senador Joseph McCarthy durante su comparecencia ante el infame inquisidor: “¿Es que no tiene usted sentido de la decencia, señor? ¿A estas alturas ya no le queda sentido de la decencia?”.

Seguramente el domingo, el ciudadano de marras, disfrazado de jefe de Estado, presidirá alguna ceremonia conmemorativa de la alta traición y la intentona de magnicidio, comandadas por su mentor el 4 de febrero de 1992. Entonces, comenzará oficialmente el Carnaval.


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