Si alguna figura histórica impulsa y guía el supremo orgullo de ser venezolano, ella es sin duda la de Simón Bolívar, de quien ayer celebramos los 235 años de su nacimiento en Caracas. Desde que Venezuela alcanzó el glorioso estado de república independiente luego de una larga y persistente lucha contra el colonialismo español, en toda América se recuerda a Bolívar no solo por sus habilidades militares sino por su incansable lucha por la libertad de otras naciones de Suramérica, a las cuales legó los principios republicanos fundamentales que guiarían sus destinos.

Pero la figura de Bolívar, para desgracia de las naciones que contribuyó a nacer, ha sido usada tanto para causar el bien común de los ciudadanos como para justificar regímenes militaristas y antidemocráticos que han sido furiosos perseguidores de la libertad. Quien se dedique a revisar la historia de nuestras relativamente jóvenes naciones se encontrará con el contradictorio uso y abuso de la figura del Libertador por parte de cuanto aspirante civil o militar se perfile en el horizonte con ansias de poder.

Durante el siglo XIX no le dieron tregua a Bolívar, se le amargó con artera crueldad el final de sus días, se intentó por todos los medios posibles destruir su obra que, como todo acto humano, bordea el error y el acierto, esto último con la luminosidad de la grandeza que nunca abandonó su obra. Cuando descansó en Santa Marta tampoco encontró paz ni sosiego. Sus ideas y sus propuestas políticas fueron usadas para continuar inútiles batallas que escondían ambiciones personales que no iban más allá de las mezquinas ansias de poder de unos cuantos caudillos.

Cada vez que a alguien se le ocurría “iniciar una revolución” o alzarse en contra del mandatario de turno, entonces la palabra Bolívar aparecía en los discursos de parte y parte, tanto de los alzados como de los defensores de quien detentaba el poder.

Y no solo en Venezuela, también Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia sufrieron de “bolivaritis aguda”, que no pocos males sembraron en esas repúblicas de endebles instituciones republicanas, con facciones militares aún más peligrosas porque se trataba de hombres de uniforme acostumbrados a obtener a sangre y fuego aquel poder que consideraban suyo como botín de guerra.

Desgraciadamente, la Venezuela posible de paz y libertad que tanto ilusionó a Simón Bolívar, se fue deshilachando en medio de tantas guerras inútiles, batallas de caudillos en las cuales los muertos siempre los aportaba el pueblo hambriento e insatisfecho.

Con la llegada del siglo XX no cesaron los malestares de la república y mucho menos el uso de la imagen de Simón Bolívar como escudo protector de cualquier militar que estuviera en el poder, ninguno por cierto por el voto libre y popular.

La democracia, por su parte, fue más respetuosa y menos malabarista con el uso del Libertador, como era de desear porque si algo se merece Simón Bolívar es respeto, sensatez y tratamiento digno, pues fue no solo un héroe militar sino un ciudadano honesto y cabal. De su rectitud deberían aprender muchos de los que hoy se llaman bolivarianos y que, en la práctica, desconocen la honradez y el buen gobierno.


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