Desde hace no menos de un año, voces de las más diversas instituciones y de la sociedad civil organizada vienen clamando porque se permita el ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela. La Iglesia y sus núcleos de base, organizaciones no gubernamentales, voceros de los partidos políticos democráticos, líderes sociales y de gremios de trabajadores, profesionales y empresas han coincidido en la petición. A ello se han sumado, en cantidad y representatividad impresionante, voceros e instituciones de más de 60 países. Las desgarradoras secuelas del hambre, el auge de las epidemias y la falta de insumos y medicamentos, la carencia de los bienes más elementales adquieren cada día un peso más significativo en la opinión pública mundial. En el planeta entero, el seguimiento de las penurias venezolanas es diario. No hay día en que la urgencia de abrir un canal de ayuda humanitaria no se plantee en foros, despachos gubernamentales y agencias multinacionales.

Esta preocupación, de carácter unánime, tiene solo una excepción: el gobierno de Nicolás Maduro. La dictadura militarista encabezada por Nicolás Maduro que no habla ni del hambre ni de la enfermedad, que no reconoce la existencia de una crisis que está matando a niños y menguando la vida de la inmensa mayoría de la población.

Este silencio, esta negación no es una demostración más de los males causados por la dictadura. No es equiparable al resto de las violaciones de leyes y derechos humanos. Aquí se trata, ni más ni menos, que del ejercicio del mal sin atenuantes. De la indiferencia del poder embrutecido y ladrón hacia los sufrimientos de las familias venezolanas. Aislados del país, encerrados en sus corruptelas, concentrados en apropiarse de hasta el último céntimo de la renta petrolera en mengua, no les importa la vida, ni las epidemias, ni la acelerada pérdida de peso, que es ahora mismo el rasgo más distintivo de la nación venezolana.

Es tal la demencia de los gobernantes que mientras la sociedad clama por comida y medicamentos, en medio de una perspectiva inflacionaria simplemente terrorífica de 16.000% para 2018, Maduro y el resto de los altos funcionarios, incluyendo sus socios uniformados, hablan de imperialismo, soberanía, sabotaje financiero y sandeces afines. En el país donde los estómagos viven en constante estado de hambre, el poder responde con discursos y soflamas cuyo objetivo no es otro que buscar a quién culpar de las omisiones propias, del robo a gran escala cometido por funcionarios del gobierno, y la incompetencia que jamás podrán achacar a otros.

Los lectores deben saber lo siguiente: fuera de las fronteras de Venezuela, en distintos países, hay galpones con alimentos y medicamentos, estructuras logísticas y sistemas de transporte listos para iniciar una operación de ayuda humanitaria masiva, que podría alcanzar a millones de familias, en todas las regiones. Pero esa ayuda no podría entregarse al gobierno ladrón. Porque ocurriría lo mismo que con el resto de los bienes nacionales: se la robarían, la revenderían, la convertirían en insumos para las redes de bachaqueo. Incluso, podrían usar la ayuda humanitaria para chantajear a los ciudadanos, tal como ocurre con las bolsas CLAP y el carnet de la patria.

La ayuda humanitaria que podría ingresar a Venezuela, como es característico de estas operaciones, provendría de gobiernos, multilaterales, ONG y empresas. No podría entregarse sin la supervisión de técnicos y profesionales, y no podría ser recibida sin la intervención de la Iglesia y la sociedad civil organizada, para que en conjunto sean garantes de su distribución organizada, justa y transparente. Las protestas y todas las formas de lucha de los demócratas deben insistir en este punto. Mientras más rápido se establezcan los canales humanitarios, más vidas serán salvadas. La lucha contra las políticas del hambre es, por encima de muchos otros objetivos, no solo una causa política y moral, sino la más básica de las exigencias humanas.


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