El Día del Periodista es esa fecha en la que los relacionistas públicos se acuerdan de los amigos que trabajan en los medios de comunicación. Y enhorabuena que así sea, pues al menos nos saludan e incluso nos obsequian una sonrisa y un apoyo que siempre es bien recibido.

No ocurre lo mismo con los colegas que se ganan el pan en los medios oficialistas que, al encontrarse con quienes ejercemos sin portar un carnet de la patria, prefieren cruzar la calle para evitar el saludo contaminante de aquellos que alguna vez fueron sus compañeros de estudios.

Esos “miedos de amistad”, tan comunes en los regímenes comunistas de antaño y también hoy en Venezuela, nos dan una señal clara e inequívoca de cómo la represión política pervierte el alma humana, la arrastra vulgarmente hacia el temor y le quiebra hasta la última resistencia moral, al punto de infundirle un miedo retroactivo hasta de sus amistades y camaraderías.

En la redacción de El Nacional hemos visto pasar y huir velozmente a montones de amistades, compañeros de trabajo y de farra, testigos de momentos de peligro y asaltos a nuestra sede cometidos por agentes de la cuarta y la quinta. Hoy ellos son los mesoneros de las falsas noticias de este régimen de Maduro. Están en su derecho, la opción de pensar diferente pende de un hilo, pero pende aún.

El Nacional no es la sede policial del tenebroso Sebin, aquí no tenemos presos, no torturamos ni negamos las visitas a los familiares de los periodistas. Las puertas están abiertas para quien quiera cruzarlas. Pero nuestros viejos colegas se inventan puertas cerradas y odios políticos inexistentes, nos miran como tenebrosos agentes del imperio capaces de ejercer la violencia y la venganza porque alguien no coincide con nosotros políticamente. Se ve que desconocen que aquí, en lo personal, cada quien prepara su propia ensalada ideológica, como debe ser en un ambiente democrático.

¿Por qué en este Día del Periodista nos ocupamos de estas cuestiones privadas y particulares? Porque el miedo es el otro lado del espejo de la libertad de expresión, es la cerca eléctrica que los regímenes fascistas y comunistas, y las dictaduras militares desde luego, siempre han colocado como una franja que divide la valentía, la libertad y el coraje de informar.

No de otra manera puede entenderse que una de las preocupaciones prioritarias de Hitler y de Stalin, par de desquiciados que perversamente unidos llevaron al mundo a la destrucción de Europa, hayan elevado a la categoría de ministerio fundamental para sus gobiernos a la propaganda (que no es más que un sinuoso laboratorio dirigido a convertir la mentira en verdad) y que sobre ella se construyeran los juicios para llevar al paredón a los adversarios (ojo, no a los enemigos de clase) como tanto proclamaran cínicamente el marxismo.

La dolorosa conclusión es que la libertad de expresión y, en sí misma, la del periodista combativo y democrático, nunca debe ser una queja o una denuncia sino la acción incesante e indoblegable contra los múltiples enemigos de la verdad.


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