Entre las terribles limitaciones que debemos colocar en el inventario del chavismo está la de habernos confinado a las penas de nuestro lugar, hasta el extremo de impedirnos la posibilidad de saber lo que sucede fuera de nuestro territorio y de aprender de lo que allí ocurre. Una sociedad que se fue haciendo cosmopolita desde las primeras décadas del siglo XX es hoy una de las más encerradas en la frontera de su tragedia.

Ocupados en la supervivencia, obligados a enfrentar todos los días el desafío de llevar comida y medicinas al hogar, y a escuchar las monsergas de los voceros del oficialismo, aunque también muchos lugares comunes que salen de los labios de la oposición, los venezolanos nos cocinamos en nuestra propia salsa sin ocuparnos de la vida que transcurre en el extranjero. No solo por la obligación de ver a la fuerza por nuestras vidas amarradas al calvario de todos los días, sino también porque a la dictadura no le conviene que nos enteremos de las experiencias ajenas porque pueden convertirse en un incentivo para luchar contra ella. Los luchadores de otras latitudes pueden ser un mal ejemplo para los luchadores domésticos, según la lógica elemental del usurpador y de sus secuaces.

De allí que nos perdamos de vicisitudes extraordinarias que no solo nos pueden permitir el cálculo de nuestra decadencia, sino también sacar lecciones a través de las cuales sintamos que formamos parte del género humano. Una sensibilidad de isla, una mentalidad moldeada por el hábito o por la imposición de la clausura, nos cubre con un manto de ignorancia que nos puede presentar con facilidad como paradigmas de estupidez y de superficialidad. Como no sabemos lo que pasa con el otro porque nos ocupamos exclusivamente de nuestros asuntos cada vez más perentorios, y porque la dictadura impide que su presencia se observe en los canales nacionales de televisión y en las radios aletargadas y autocensuradas, vivimos como borregos ciegos y aprisionados sin posibilidad de vincularnos cabalmente con las historias colmadas de experiencias y de situaciones dinámicas sobre las cuales, en el mejor de los casos, apenas nos enteramos de algunos retazos.

¿Qué sabemos de los tumbos olímpicos que están dando los ingleses ante el rompecabezas del brexit, esos caballeros que eran tan cuerdos y ahora parecen esquizofrénicos? ¿Nos enteramos por fin de que el viejo Buteflika renunció, pero que los miembros de su clan quieren que se vaya solo mientras el pueblo se prepara para impedir el continuismo? ¿Nos hemos impresionado por las últimas maromas de Torra en Cataluña, sabemos lo que es una estelada y una señera y la simbología de los lazos amarillos que ponen y quitan en la Generalitat? ¿Nos han interesado las cercanas elecciones de España, tan llenas de incertidumbre y tan importantes para la política venezolana? Si las preguntas se trasladan a los espacios de la cultura, a las novedades editoriales, a la vida de los institutos universitarios, a los pensamientos que en cada sociedad ofrecen los ensayistas y los académicos sobre sus problemas y sobre los problemas ajenos, la constatación de nuestra inopia puede ser aplastante.

Aldea divorciada de veras de un mundo proclamado como aldea global, pueblo de miopes que no ve más allá de sus narices, una de las tareas primordiales del gobierno de transición, después de expulsar a los usurpadores, debe ser el restablecimiento del vínculo de Venezuela con el universo contemporáneo. Antes de que tengamos que empezar por el abecé de la civilización universal, por supuesto.


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