Mientras crece la influencia de la oposición, el poder del usurpador se reduce a su mínima expresión.  Parece una verdad de Perogrullo, pero se convierte en un suceso digno de análisis si consideramos el tiempo durante el cual se ha producido el derrumbe del  régimen dictatorial. Ha sido cuestión de los dos primeros meses del año, un fenómeno que habitualmente no se advierte en los procesos políticos.

La procesión venía por dentro en el organismo de los detentadores del poder, pero no se mostraba en la superficie para conocimiento de todos por las falencias de sus adversarios. Cuando la oposición reflexiona y se reorganiza se hace evidente la precariedad de quienes parecían dueños y señores de la situación. No se trata solo de una variación de conducta por parte de los factores oposicionistas, sino del crecimiento de los problemas que agobian a las mayorías de la población, pero parece incuestionable que la renovación de las élites que hacen vida en la Asamblea Nacional  ha logrado ocupar posición estelar en el centro de la escena para que sintamos que la estrella del usurpador, antes refulgente o sin competencias de relieve,  ahora languidece en la orilla de un abismo.

En la medida en que la oposición buscó el camino de la renovación, adquirieron proporciones gigantescas los vicios y las incompetencias del equipo  gubernamental. Su discurso, que ya no se distinguía por la atracción de las  ideas, topó con el brutal alejamiento de las masas. Sus figuras, que antes llamaban la atención por el hecho de estar en las alturas del poder y por usar a su antojo los medios de comunicación del Estado, han ido progresivamente desfilando hacia el desván de los trastos inútiles e indeseables.  Un declive que venía progresando, llegó al extremo de no poder contener sus debilidades y sus aberraciones para convertirse en alud. Ha sido demasiado enfática, demasiado envolvente la flamante presencia de la oposición, que el usurpador y sus colaboradores más cercanos solo dominan el terreno que pisan, cada vez más estrecho.

Estamos ante un hecho incontrovertible. El protagonismo político está en la acera del frente, después de dos décadas de contratiempos. El  usurpador rumia sus penas en un espacio distinguido por una incomodidad que apenas le permite contados movimientos, breves acciones condenadas a cuatro paredes que apenas le ofrecen la posibilidad de respirar. Juan Guaidó, en cambio, a la cabeza de unas fuerzas cada vez más vigorosas y lúcidas, cada vez más acompañadas de pueblo,  no solo se ubica en el centro de los acontecimientos sino que también los orienta sin mayores escollos.

Como se sugirió al principio, el  pormenor más destacable del acontecimiento guarda relación con su rapidez, con el aceleramiento del reloj de la historia, con el vuelo vertiginoso del almanaque hacia caminos de libertad y democracia. Es cierto que el deterioro del régimen se venía pronunciando, pero parecía que podía resistir los empellones de la realidad. Sin embargo, la realidad ha seguido los consejos de la prisa, las órdenes de la impaciencia, hasta el punto de que no resulte aventurado anunciar que pronto el usurpador tendrá que salir del corral a buscar destinos oscuros  lejos de nosotros, el sombrío desenlace que merece.


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