Cómo encontrar una palabra para describir este olor, esta pestilencia a muerte, a ríos de orine calentados al sol y mezclados con la podredumbre de cuatro cadáveres putrefactos tirados en un estrecho pasillo: hedor, peste, fetidez o hediondez no describen nada de este lugar. En la morgue del Hospital José María Vargas se camina y traga saliva. Hierve la sangre. El nauseabundo tufo produce náuseas matutinas. Parece la antesala del infierno.

Para los pelos el hedor de estos cuerpos en descomposición mientras las cucarachas y los gusanos le caminan por sus cráneos. Sus abdómenes son de color verde. El olor a excremento es muy rancio. Es una fetidez que da como un puño y revienta la boca. El piso está totalmente lleno de sangre. “Eso tiene toda la vida así”, dice una enfermera mientras sus dos compañeras se sonríen. En sus mugrientas paredes llenas de sangre todo sigue igual, pero distinto. En la morgue todo lo que pasa, pasa.

    

En el Vargas todo sucede lento. Melancólico. Es la miseria de la miseria, y por donde se mire, un hacinamiento de gente sin esperanza.

Las áreas del hospital son simplemente salas de guerra. Dos mujeres sentadas en el suelo espantan las moscas, la paciencia y la indiferencia pintan sus rostros. Mujeres para las que el tiempo no existe. “Mi esposo tiene 4 meses aquí. Estamos desesperadas. Pasan los días y nadie nos da respuesta”, exclama María Beatriz Gutiérrez, mientras se calla por un momento largo: hay palabras que pueden complicar una vida. «Esto es una pesadilla, mijo. No hay medicinas, la comida es pésima y no hay ni agua», dice con la mirada fija y una tristeza muy parecida al olvido. Gutiérrez renunció a su trabajo para cuidar a su esposo.

““Estoy deseando salir de aquí para ver a mi hija, quiero salir para abrazarla”, dijo Yerson Díaz, quien tiene 20 años y hace tres meses fue trasladado al hospital por un grave accidente automovilístico. Su larga estadía en el hospital se debe a la gran cantidad de tiempo que le ha tomado hacerse exámenes para los cuales no hay equipos. Sólo ha logrado realizarse, con mucho esfuerzo y en otros centros de salud privados, tomografías y ecografías. “Aún me quedan otros exámenes pero aquí no hay equipos. Por eso estoy aquí confinado, mientras reunimos el dinero para costearlos. Aquí hay que comprar del agua en adelante. Estamos sobreviviendo”, dice con la mirada ausente. La espera, a medida que se alarga, dispara la ansiedad.

Hay rabia en sus ojos. No es un hombre ansioso, pero sí arisco. Tiene la dureza de los que resisten y logran hacerse espacio en un país que una y otra vez les recuerda que sobran, que no los necesitan. “Odio estar acá. Extraño a mi familia. Mi casa. Quiero volver a trabajar. Todo esto me tiene cansado”. El desespero tal vez sea producto de estos días, de estar encerrado y pensar, cada tanto, que esta nueva oportunidad puede ser tan inútil como las anteriores. “Todos los días me dicen lo mismo: ‘tiene que esperar”, expresa. A su lado, en el incómodo sillón del acompañante, su hija mayor vela el agitado sueño del doliente.

«Me duelen los huesos”, dice Carolina Valladares, una anciana con fractura de cadera y muchas ganas de vivir. Su rostro plagado de arrugas muestra evidente dolor, pero calma un poco cuando conversa. “Llevo todo el día aquí esperando que me den respuesta de mi operación”, asegura con muchas ganas de vivir. Para su lucha particular cuenta con la ayuda de su hija. La familia busca antibióticos, hasta el papel higiénico y el agua que bebe. Cuando encuentran los medicamentos dan gracias a Dios por el milagro.

La vida en medio de la muerte

El Hospital Vargas tiene su nombre inspirado en el Doctor José María de los Dolores Vargas Ponce, quien fue un destacado médico, profesor, científico, escritor y político venezolano, que ejerció la presidencia de Venezuela entre 1835 y 1836. Es uno de los recintos de salud con mayor valor histórico y patrimonio de Venezuela.

En este inmenso lugar de 129 años de antigüedad —una réplica del famoso hospital Lariboisiére de París (1839) — de arquitectura colonial con desgastados pasillos laterales y un patio interno con jardines abandonados, todos te miran y saben que estás ahí, pero muchos no emiten ningún tipo de sonido. Sus miradas son vacías, parece que no hay nadie detrás de esas pupilas, es como si el alma se les hubiera apagado. “Al Vargas”, como popularmente se conoce, parece que le llegaron las enfermedades, pero no las curas. La salud gratuita y de calidad es un recuerdo lejano para los pacientes.

Son pasadas las 10:00 am. El sol aprieta. Pedro Soré tiene los ojos más aguados, más tristes este amanecer. Con el ánimo por el suelo, un poco de susto, desesperanza y dolor. No responde a las palabras de aliento, ni termina de abrir los ojos, tampoco reacciona al bullicio de la gente que camina de un lado a otro. Pero cabecea y se aferra a los barrotes metálicos de la cama como si se agarrara a la vida que se le escapa. Con escaso cabello alborotado, un pijama ruyido y abrazado a una almohada descolorada y rota lanza una frase: “Espero vivir un poquito más”. Ningún diente, la sábana percudida sucia y las cholitas rotas.

El rostro de la ausencia se instala en Soré. Tiene 85 años: la edad justa para saber que su familia lo abandonó y se encuentre solo en el hospital. “¡Ustedes tienen cara de buena gente! Dios los bendiga. Gracias por ayudarnos siempre”. Los periodistas presentes quedan en silencio con el corazón arrugado. Volátil, sumido en una hondura que hace que su mirada sea parte del silencio que corroe las paredes de la sala, explica su estado de delgadez. “La comida es muy precaria. He pasado mucha hambre aquí. ¿Cómo un paciente se recupera sin una dieta básica adecuada?”.

Ha perdido más de 20 kilos en sus primeros tres meses en el hospital. Un sonido leve, suave y a la vez firme emerge de sus labios: “Me pone muy triste lo que está pasando en el país. Esta no es la Venezuela en la que yo nací”. El silencio, de pronto, invade la escena.

«Ya estoy mentalizado de que voy a pasar mucho tiempo aquí. Prefiero no hacerme ilusiones del día que me operen. Ya esta es mi segunda casa. Al principio lo más duro era que tenía pensamientos de regresar a mi hogar. Pero te empiezas a acostumbrar a esto, a tu realidad”, dice con nostalgia, como si esta vida improvisada fuera a durar mucho tiempo, quizá años. “Uno acaba por acostumbrarse a todo, por increíble que parezca, acaba resignándose”, dice con una sonrisa amarga que llena de surcos su rostro pálido consumido por el tiempo.

En la sala 22 un hombre de pelo muy rapado pega un grito de desespero y sale corriendo. “Estoy harto de esperar por mi operación”. Nadie lo escucha: una manera de descargar tanta tristeza, tanta rabia. Se oyen los ladridos de un perro a lo lejos. En la calle aledaña algunos aprovechan para hacer su agónica cola como todos los días “porque llegó el azúcar”.

La ventilación es escasa. El calor empegosta la piel. No hay agua en el centro desde hace 5 días. En hospitalización más de 15 pacientes comparten un solo baño en precarias condiciones. La falta de agua agrava la insalubridad. Tres hombres pasean mugre de días y las miradas levemente perdidas de quien ya no sabe cómo era la vida cuando corrían mejores épocas. “Esto es una pesadilla. Voy para cinco meses esperando una operación de una prótesis en la pierna. Nadie me dice nada. Nadie me da respuesta”, explica Alexis Isturiz mientras señala una estampita del corazón de Jesús que toma entre las palmas de sus manos, inclina su cabeza y comienza a rezar.

La voz de socorro no ha llegado muy lejos. “No pierdo la fe. En el nombre de Dios, que todo salga bien”, finaliza. En teoría –según los médicos–, la operación era hoy. “Todo estaba listo. Pero se fue el agua y la suspendieron”, Isturiz pensó que tenía que tratarse de una broma, pero no lo era.

Todos en la sala intentan seguir creando alguna forma de normalidad. Cualquier planificación se convierte en una posibilidad, y la vida dentro del hospital es una sucesión de incertidumbres. “Todas las semanas es lo mismo. Ya me quiero ir a mi casa, Dios mío”, dice una señora grandota con las várices muy marcadas en las piernas lechosas. La hermana la mira y asienta con la cabeza. La paciente tuvo que pagar todos los elementos de la intervención quirúrgica

Los días en el hospital se van en ese refuerzo por simular la costumbre; y todo se derrumba en cada amanecer. “Seguimos trabajando con las uñas. Lo que no voy a dejar es que estos tipos acaben con más seres humanos. Haré todo lo humanamente posible para seguir salvando vidas. Esa es mi resistencia. Es lo único que me queda en estas circunstancias», subraya un médico residente con preocupación.

“Se muere como se puede”, resume una enfermera acostumbrada a ver fallecer pacientes a diario. “Hasta para morirse hay que tener suerte”, susurra. Aquí no hay normalidad posible. Las instalaciones están completamente impúdicas. Hay sucio por todos lados. En los letreros escritos a mano dispersos por los pasillos se lee: “No hay rayos X”, “No hay agua”. La mayoría de los ascensores están dañados y hay alas en completa desidia. Hasta los muros están enfermos en el hospital. Sus paredes están roídas hasta el techo y sucias por el polvo. La basura, los gatos, los perros, los mosquitos y las moscas también conviven con los enfermos.

“¿Antes esto era muy distinto?”. Hay un sórdido silencio. Mucho miedo. También hay resignación en sus miradas: «Aquí no faltaba nada. Esto ha cambiado mucho». Una joven enfermera se queda un rato pensando la respuesta con la mirada perdida y al final sacude con la cabeza, se calla y vuelve a su rutina diaria. «Esto está en las ruinas», interrumpe desesperanzado un joven camillero en voz baja. Todos quieren hablar pero nadie habla. Reina el miedo.

Morir por nada

“Hace meses los doctores me dijeron que me moriría pronto: un cáncer en el hígado. Este gobierno nos está matando de mengua, mijo. De ninguna manera me voy a morir sin verlos caer. Por eso estoy vivo, amigo», dice un abuelo sin exaltarse, con la voz desconsolada, como quien está harto de escucharse.

“El ruido, por momentos, tapa las palabras. “¿Sabe qué es lo que más nos duele? Que no podemos hacer nada. ¿Qué nos da impotencia? Como se nos muere la gente en nuestros brazos”, dice un médico residente mientras trata de secarse disimuladamente las lágrimas de sus ojos. Detrás del médico hay un cartel que reza: “No hay agua». En otra puerta aparece una nota ilegible de lejos “sala cerrada”. La pintura se cae de las paredes y sus muros quedan a la vista, hay cañerías oxidadas. En los pasillos hay pacientes con suero acostados en camillas rotas. En el Vargas hasta los cientos de gatos que pululan por los pasillos parecen tener hambre.

“Esto es un desastre. Esto no es vida. Hay que comprar los antibióticos y hacernos los exámenes en una clínica privada porque aquí no hay nada”, afirma un paciente que pide resguardar su identidad.

“Estoy aquí ‘palanqueado’ gracias a la ayuda del director del hospital. No quiero meterlo en problemas, pero las cosas hay que decirlas como son. Esto es horrible”, exclama con su ruyida camiseta negra aún cuando la panza se le derrama despiadadamente.

Un médico residente cuenta que le tuvo que decir a un hombre que llevó a su hija con una fractura en un tobillo que debía destinar la mitad de su salario mensual a vendas, yeso y antibióticos. “Es muy rudo tener que hablar con las familias para que traigan absolutamente todo. Aquí uno se muere de enfermedad y de hambre”, manifiesta el médico. “Es una clínica de un campo de batalla en un país donde no hay guerra. Algunos vienen aquí sanos y se van muertos».

Los días en el hospital se van en ese refuerzo por simular la costumbre; y todo se derrumba en cada amanecer. “Seguimos trabajando con las uñas. Lo que no voy a dejar es que estos tipos acaben con más seres humanos. Haré todo lo humanamente posible para seguir salvando vidas. Esa es mi resistencia. Es lo único que me queda en estas circunstancias», subraya un médico residente con preocupación.

“En el centro de salud hay una falta de elementos primordiales como guantes, máscaras, antibióticos, gorros, recursos para ciertas operaciones y hasta para reemplazar el catéter para una transfusión sanguínea. De a poco la polémica sube de tono, algunas enfermeras se retiran ofuscadas; el miliciano que cuida la puerta no se da por enterado y sigue leyendo sus mensajes de Whatsapp.

Hospital del terror

La situación está caldeada. Hoy mismo, en la tarde, hay una reunión de los colectivos en el hospital. “Hay que tener prudencia”, advierte una dirigente sindical. En un recorrido con cámaras ocultas se puede comprobar el sombrío panorama. Adentrarse en sus plantas de concreto es toda una hazaña. La experiencia evoca a una película de terror. “Esto es un infierno”, exclama un trabajador del hospital.

Ingresar en las profundidades del recinto sanitario es toda una gesta para el equipo de El Nacional Web. “Hay colectivos, guardias nacionales y milicia vigilando. Hace poco agredieron a unos periodistas”, indica un camillero. Hay seguridad por todos lados: muchos están muy ocupados en nada. Caminan de un lado a otro sin rumbo fijo.

Trabajadores de la salud guiaron a periodistas de El Nacional Web en un recorrido por el hospital, tratando de no llamar la atención para evitar alertar a partidarios del gobierno en vista de que está prohibido tomar fotos o videos en los centros de salud públicos.

30 minutos faltan para el mediodía del viernes y por los pasillos de emergencia del hospital se escucha la voz de un hombre que informa que “llegó el agua”. La emergencia se encuentra colapsada con alta demanda de pacientes. Nadie se mueve, la agonía continúa. La mayoría permanece de pie. Otros duermen en el piso y otros se retuercen con sus dolores.

Un trabajador interrumpe. “Te voy a decir algo positivo: Estamos tocando fondo. Esto nos hacía falta como sociedad. Estamos aprendiendo la lección de no creer en populismo barato”. Dos enfermeras discuten con las manos el precio de un paquete de arroz. “Las bolsas CLAP no llegan desde hace más de 2 meses”, agrega una señora de mantenimiento con su ropa avejentada y el cabello muy revuelto.

Morir sufriendo

El Hospital José María Vargas, enclavado en el corazón de la parroquia Altagracia y concebido en el siglo XIX, vive horas críticas. Un reflejo de lo que se está viviendo en la gran mayoría de los hospitales venezolanos y el sistema sanitario del país. Un médico en exclusiva para El Nacional Web enumera el preocupante escenario. “No hay reactivos para cualquier examen de rutina, carecemos de insumos, no tenemos agua, los servicios son precarios. Tenemos que enfrentarnos con lo más desagradable y triste que es ver a una persona muriéndose y no poder hacer nada”.

El doctor tiene resignación en sus ojos. Todos los días fallece alguien en el hospital porque no hay material médico quirúrgico. Los pacientes mueren esperando que sus familiares lleguen de comprar los insumos necesarios, si es que los alcanzan a conseguir. “Nosotros solamente dependemos de nuestras manos y nuestros conocimientos para salvar a nuestros enfermos”. Hay cosas que todavía le generan impresión. “Es muy duro como se muere nuestro propio pueblo. No estamos en guerra y este hospital está peor que los de Siria”, lamenta.

“Un enfermero que prefirió no revelar su nombre “por miedo a que me boten” contesta con un lacónico “nada” cuando se le pregunta por la respuesta gubernamental ante la premura en que se encuentran. “La falta de medicinas y servicios básicos es recurrente”, añade no sin antes llamar a la reflexión. “Un centro hospitalario que en la década de los 90 era ejemplo para toda América Latina ahora solo opera a 30% de su capacidad. ¿Cómo es posible en un país petrolero?”, se pregunta el practicante de la salud.

El área de Rayos X presenta filtración”, así lo denuncia el dirigente sindical Mauro Zambrano. “Hemos visto morir a cuatro personas en 21 días por falta de insumos”, asegura. “El hospital está sumido en un caos por falta de dotaciones en todas las áreas para prestar un servicio eficiente. ¡Ya está bueno!”, denuncia.

En la sala 22 huele a sudor y humedad. El calor no cede. Es la 1:00 pm y una enfermera se pone nostálgica: “Antes había de todo, ahora no hay nada. Y pensar que este hospital fue referencia en Latinoamérica. Era un centro de salud muy moderno”, se queja y no ve salida. Ya no soporta más.

La bruma que sube del atardecer se desdibuja con el rostro de Juan Rafael Alfaro. «El otro día mi hija me preguntó por qué no me operaban y nos íbamos a casa, y yo le contesté que no sabía. No quiero resignarme. Estoy esperando por una simple operación del brazo. En una clínica privada eso tarda un día y ya estuviera en mi casa”, cuenta el paciente recluido desde hace más de tres meses en el hospital. “Espero irme pronto con mi hija”, el deseo, hecho palabra, se vuelve silencio en medio de la dislocación.

La emergencia está movida y el sol de la siesta lleva colores inusuales. Es viernes al mediodía y el calor es un enemigo tremebundo. En las calles aledañas, entre viejas casas descuidadas, personas mayores pasan toda la mañana esperando que llegue el pan. Una enfermera viene refunfuñando que hoy tampoco llegó la bolsa del CLAP “y si uno protesta y alza su voz, te la quitan”, grita a todo gañote y se pierde entre la multitud.

Crónica de una agonía

Como si fueran pocas las letanías de desconsuelos en este centro hospitalario, ahora también se corre peligro. “Ayer le robaron un celular a un paciente. Postrado en su cama entraron y sin importar le quitaron su telefonito”. La crisis en el campo de la salud es impulsada por las mismas fuerzas que tienen a los venezolanos batallando por conseguir papel higiénico, leche o azúcar.

La señora del mantenimiento “limpia” de tanto en tanto las habitaciones. «No hay casi mopas para enjabonar los pisos. No tenemos carrito para exprimir el coleto. Desde hace una semana no tenemos ni cloro ni desinfectante. Pero pa’ lante ¿Qué se hace?”, se pregunta la señora del servicio. “Me cuentan que este hospital hace décadas era el paraíso. “Pero eso fue hace mucho”, se ríe con su diente solitario mientras se lava la cara y las manos con el agua que ella misma compró.

El recorrido por la cocina es la perdición. Da escalofrío ver los fogones del hospital. Las aguas negras pasan por los pies de la cocinera. “La cocina de una cárcel es mejor. Aquí hay cucarachas e insalubridad por todos lados”, explica un trabajador mientras señala con su dedo las mugrientas paredes y el piso donde se manipulan los alimentos.

Las historias en el hospital se van consumiendo al ritmo de la tarde. Comienza una leve garúa. La llovizna sobre el Hospital Vargas parece envuelta en una burbuja de tristeza, entre susurros y espasmos. Si no fuera por las carcajadas del vigilante del área de pediatría, reinaría un minúsculo silencio apenas zumbado por el tamborileo regular de la lluvia. “La sala de consultas siempre se inunda cuando llueve”, asegura una enfermera, no sin antes preguntarse: “¿Cómo en el país de las riquezas más grandes del mundo puede pasar esto? Qué raro todo esto, ¿No?”, dice enarcando una ceja.

“Es una crisis humanitaria, genocidio, holocausto, como se llame. Es la muerte de nuestros pacientes”, interrumpe un médico oncólogo del hospital que prefiere mantener su nombre en reserva. “Los médicos estamos aquí, pero no nos pueden pedir magia. Lo que nos falta es prenderle una vela a los pacientes para que no se mueran”.

Los médicos no solo tienen que sortear todas estas calamidades para salvar la vida de sus pacientes, sino que además viven el terror y amedrentamiento por parte de los milicianos y el llamado grupo de los colectivos chavistas. A la mayoría de los médicos les da pavor hablar con la prensa. “Hace poco despidieron a un médico por declarar a los medios. Por decir la verdad lo botan, por denunciar que la salud del hospital es pésima”, cuenta con mucha impotencia una enfermera.

“Hace pocos meses murieron tres pacientes por falta de oxígeno. El personal fue amenazado para que no saliera a la luz pública la denuncia. Pero nosotros seguimos alzando nuestra voz para que la gente conozca la grave realidad que vivimos”, relata la trabajadora. Los empleados denuncian la presencia de civiles armados en el recinto hospitalario con el único fin de amenazarlos.

Afuera, junto a unos familiares, está un muchacho de 19 años de edad conversando. Dice que la atención de las enfermeras es buena. “Hacen lo humanamente posible”. Son pasadas las 3:00 pm. Juan Rafael Alfaro no decía qué tanto dolor estaba soportando. Pero sus lágrimas y su pierna hinchada lo decían todo. Alfaro conversa con su madre. “Tenemos más de un mes aquí. Ya quiero que me den de alta”. Ambos relatan las deplorables condiciones del lugar. “Aquí no hay nada. El cuarto está sucio, los baños nunca sirven, jamás hay agua, no hay medicamentos básicos. Uno aquí entra con una enfermedad y sale con diez”.

Yerdenson Malpica debía operarse de la pierna hace más de tres meses, pero al igual que una legión de personas como él, es ignorado por un sistema de salud que se derrumba como consecuencia de años de deterioro. Malpica tiene la mirada un poco perdida, habla lento. Reclama atención mientras muestra el mísero “almuerzo” de hoy. “Pasta con remolacha. Yo no como esa miseria de comida. Prefiero regalarla. Mi familia me trae la comida”, dice con desagrado.

Afuera del hospital parece que todos corren peligro. “Anoche mataron a un malandro cerca de aquí”, comenta el vigilante. A lo lejos el paisaje es espeluznante. Un hombre, desaforado, come entre la basura. Su hija hurga con la mirada entre los desechos y la inmundicia. En una esquina, frente a una panadería, hay cientos de viejitos que esperan, se impacientan, vigilan que no se colee nadie, esperan ansiosos por una bolsita de pan. “Esto multiplicado por mil es lo que pasa en todo el país. La cosa se va a poner muy fea», dice el vigilante cuando el equipo de El Nacional Web ya va de salida.

El aire se vuelve denso; el calor, ineludible, incomoda a cualquiera. La sala de emergencia es un hervidero. A los familiares, víctimas del sistema, no les queda más remedio que recoger su desconsuelo y sus poquitas pertenencias para marcharse a sus hogares con una herida que jamás sana y una dolorosa evidencia: el que no tiene dinero se muere en este país. Un genocidio silente.

En medio de la plaza central del hospital se encuentra la estatua de José María Vargas. En su figura todavía resuena la célebre frase que profirió después de que lo derrocara la Revolución de las Reformas en 1836: “El mundo es del hombre justo”. Esas palabras se pierden en el estruendo de la crisis, pero la dignidad del personal médico y obrero del hospital es una muestra de que todavía hay esperanza en el país.

Lea el especial de crisis humanitaria en enterapiaintensiva.el-nacional.com


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