Son las 3:00 pm y la entrada principal del Hospital Los Magallanes de Catia es vigilada únicamente por la escultura del doctor José Gregorio Hernández. Una puerta deslizable que llega hasta el techo se mantiene permanentemente abierta y da paso a los cientos de pacientes que buscan atención médica.

Los encargados de la seguridad del hospital son “milicianos”, civiles uniformados de verde oliva pese a que no tienen ningún tipo de instrucción militar.

Al entrar al edificio la penumbra del pasillo —producto de la ausencia de luz natural— recae sobre un ambiente lúgubre, en el que confluyen una morgue, laboratorios y una sala de espera que funge como una especie de recepción. Personas entran y salen con la cabeza gacha: la preocupación de padecer una patología evita que sonrían.

Paredes opacas, un bombillo parpadeante y puertas sin manilla, abiertas de par en par, decoran la morgue. Sin protección alguna, sin vigilancia y sin aire acondicionado, los cuerpos sin vida no están a una temperatura correcta para evitar su descomposición.

Dos pisos más arriba, en el área neonatal, los recién nacidos tampoco escapan del mal estado del hospital: llegaron al mundo en habitaciones sucias, sin agua, sin aire acondicionado, únicamente iluminados con el sol y acostados en camillas con colchones desgastados.

En la primera habitación, un padre primerizo ayuda a colocar a su bebé correctamente en los brazos de su madre, quien con poca fuerza y muecas de dolor amamanta a su niña recién nacida. “Tuvimos que traer todo lo que se necesita para que ella pudiese parir”, reveló el papá.

En esa misma alcoba, una especie de batea que gotea es compartida por cuatro familias que ahí se encuentran. El agua, canalizada con una tela, cae en un tobo para bañar a los bebés o para el uso de las madres.

Los trabajadores del lugar reconocieron estar acostumbrados a la falta de luz. Aún se siente calor en el ambiente.

Una trabajadora del lugar dice que no recuerda desde cuándo el aire acondicionado de las habitaciones dejó de funcionar, pero pareciera ser mucho tiempo, pues el armazón del equipo está oxidado.

La misma situación se repite en no menos de 20 habitaciones que reciben en ellas a las mujeres recién paridas. Las paredes sucias, colchones gastados, mosquitos y falta de agua parece lo normal en este hospital. Nadie se alarma por los riesgos que esta situación genera.

Una mujer dobla sus sábanas en la habitación, mira hacia arriba con resignación y exclama que no recuerda desde cuándo el hospital está en esas condiciones. “Yo vine cuando nació mi hija mayor y esto ya estaba así de mal”, contó sin dejar de lado su labor.

De regreso a las escaleras, en el piso de abajo, solo una imagen impacta: una fila de no menos de 15 mujeres embarazadas esperan para dar a luz. Todas sentadas en un banco de cemento. La espera se hace eterna, la incomodidad del banco aumenta el dolor que se refleja en las caras de las mujeres.

Con susurros y una mirada alerta, una enfermera anuncia, preocupada, que no tienen ni siquiera gasas para atender un parto, mucho menos los medicamentos correspondientes. Los pacientes deben comprar desde guantes y torniquetes.

Una joven embarazada está acostada en un banco de cemento, en lugar de una camilla, y soporta el dolor sola, sin ayuda médica.

Al abrir uno de los baños de los pasillos, una nube de olor fétido y un enjambre de moscas inunda el lugar. El sanitario está lleno excremento desde el piso hasta el techo. También hay charcos de orine. Hay que aguantar la respiración para poder soportar esta escena.

Todos los baños del hospital se encuentran en las mismas condiciones: sin agua, sin luz y en estado de insalubridad.

La fiel compañía de quien camina por los pasillos del hospital catiense es el olor a orine. Cada rincón está impregnado de ese olor, que en un principio es fuerte y penetrante, pero que al cabo de un rato se normaliza ante el olfato. El hedor ingresa a las habitaciones donde las personas enfermas tratan de recuperarse.

Una señora que estaba esperando para ser atendida confesó que tuvo que orinar en uno de los pasillos, “en un huequito”, porque no consiguió un baño para hacer necesidades. “Claro mija, ¿qué quieres que haga? Si aquí no hay agua en ninguna parte”, expresó.

Al subir por las escaleras hay pisos en los que el color blanco encandila. Varios obreros pintan las paredes de ese color, tan propio de los hospitales. Algunas zonas están siendo remodeladas, “únicamente por donde pasa la reina”, dice una trabajadora del lugar.

“Esos arreglos son necesarios pero no urgentes. Este hospital necesita muchas cosas y deben solucionar eso primero, como por ejemplo los insumos”, exije un muchacho de 25 años de edad, quien asegura que lleva todo el día esperando que un doctor atienda a quien parecía su hija.

La antigua entrada de emergencia está clausurada por “remodelaciones” en la fachada del hospital. Mientras tanto, adentro, los pacientes se enfrentan a condiciones pésimas, falta de servicios y de insumos.

El Hospital Los Magallanes de Catia, con más de 40 años desde su fundación, se enfrenta a la desidia del gobierno nacional. Mientras tanto los médicos y enfermeras afirman que trabajan “con las uñas” y se enfrentan a todas las carencias que presenta el recinto.


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