Con motivo de la decisión del gobierno español de exhumar los restos del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos, para ser sepultado en el lugar privado que decida su familia, José Luis Rodríguez Zapatero sostuvo que “un dictador no puede estar en un lugar de honor”. Ningún demócrata podría estar en desacuerdo con esa afirmación; pero resulta extraña y suena hipócrita en boca de quien ha estado tan cerca de otros dictadores, en quien ha compartido con ellos, y en quien ha asumido la representación y la defensa de alguno de los sátrapas de nuevo cuño.

Desde luego, es un hecho anómalo que, luego de restablecida la democracia, los restos de un dictador continúen descansando plácidamente en un inmenso mausoleo, construido con fondos públicos y con la sangre y el sudor de sus víctimas. Ese monumento, emplazado en una montaña (aunque no precisamente en un cuartel), se ha convertido en un santuario para el peregrinaje de fascistas de todo el mundo, que añoran el ejercicio arbitrario del poder. Ese monumento sustituye la tumba que no tienen ni Hitler ni Mussolini, y constituye una afrenta a los valores de la democracia. Pero no es eso lo que está en discusión.

Lo que llama la atención es que, quien condena que se rinda honores a un dictador es el mismo personaje que ha avalado otra tiranía, llegando a defender su legitimidad y a justificar una farsa electoral. Habrá muchos con autoridad para condenar los crímenes del franquismo; pero no quien ha guardado silencio frente a la tortura y la represión del chavismo. Que cierre la boca quien no ha tenido una palabra de consuelo para las madres, cuyos hijos han sido asesinados por protestar cívicamente. Que no hable de dictaduras quien va por el mundo pidiendo que se levanten las exiguas sanciones aplicadas en contra del régimen de Maduro.

Como cualquier otra persona, en democracia, Zapatero tiene derecho a opinar sobre el trato que merece un dictador, sobre lo que está pasando en Venezuela, o sobre cualquier otro asunto. Pero, en política, la coherencia no es simplemente una virtud, sino que es una necesidad. Él tiene derecho a ser el vocero del chavismo para negociar con la oposición; pero él sabe que, en Venezuela, quienes piensan diferente no pueden expresarse libremente, y que centenares de venezolanos están encarcelados por defender la democracia. Él sabe que, para poder comer, miles de venezolanos deben doblar la cerviz y obtener el carnet de la patria. Con su influencia y su cercanía con el chavismo, él podría haber hecho mucho para que las cosas fueran diferentes. De manera que, mientras defienda a Maduro y sus secuaces, Zapatero no tiene autoridad moral para hablar de los honores o del trato que merecen otros dictadores. Que deje ese oficio para quienes tienen un compromiso genuino con la democracia.

Aunque no siempre existan las condiciones propicias para ejercerla, la libertad de expresión es un derecho de todos. En democracia, Zapatero tiene derecho a opinar sobre lo que le plazca; esa es la regla de oro de la convivencia civilizada. Pero no todas las opiniones son iguales, y no todas valen lo mismo. No da igual defender el fascismo que la democracia; no es lo mismo guardar un silencio cómplice frente a la tortura que se puede sentir y se puede palpar, que gritar nuestra indignación frente a las atrocidades cometidas por cualquier tiranía, sea del color que sea. No es lo mismo opinar sobre un país que solo se conoce desde el interior de un coche blindado y rodeado de guardaespaldas, que hacerlo desde una celda inmunda o un rancho miserable, que carece de lo necesario para una vida digna. Una cosa es “opinar” a cambio de unos honorarios, y otra cosa distinta es defender los mismos valores y los mismos principios que se ha defendido siempre.


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