Tiene una enorme significación el Premio de Poesía que Casa de América le ha dado en estos días a Yolanda Pantin, pero también lo tuvo, y cuidado si más, el Premio de Poetas del Mundo Latino que le otorgó México en 2015, pues entrar en el grupo de escritores que lo ha ganado es una gran distinción. Los premios literarios, bien lo sabemos, a veces son más o menos certeros, a veces son más o menos prestigiosos, pero casi siempre cumplen una labor de reconocimiento que en el campo de la creación es importante. En las buenas políticas culturales se estima que los reconocimientos son estímulos significativos, pues el proceso creador es por lo general arduo y solitario. Esto es, no se crea para obtener algo, sino por la necesidad imperiosa de generar significación trascendente para la condición humana; por lo tanto, los premios no son recompensas, sino mecanismos para reconocer ese esfuerzo ciego que en muchas ocasiones roza el desaliento. La sociedad moderna ha entendido que como no se crea por remuneración, al menos los premios compensan lo que el individuo creador hace por la sociedad, que no es poca cosa.

Yolanda Pantin publicó su primer libro en 1981, de manera que ya son más de cuatro décadas sostenidas de pasión y compromiso creadores. Su obra, singularísima, está llena de despojos, de metamorfosis, de sujetos impostados, de voces que nacen y se borran, de hablantes huecos, de memoria trunca. Se sostiene por el temblor de decir algo que no se sabe si perdura, se sostiene por la duda de afirmar algo que puede desaparecer apenas se enuncia. Y sin embargo, sin que las estrategias formales cambien, al menos desde La épica del padre o País, los referentes se sienten más vivos, como si la herencia del país destruido, antes y ahora, pujara por salir, reclamara su derecho de mostrar la osamenta, las voces fantasmales que nadie pesca, los recuerdos que vagan sin dueño. Hay un empeño de fondo que le pide voces a la muerte, para que no sea tan solo olvido, sino al menos olvido significante.

La obra poética de Yolanda Pantin, como tantas otras, avanza en medio del país derruido, sordo, enfermo, que no reflexiona sobre nada, porque es una balsa a la deriva. Una sociedad sin espejos, incapaz de representar algo o de representarse, porque la han sumido en la anomia, encuentra al menos en sus poetas, y muy especialmente en la obra de Yolanda Pantin, no digamos un asidero, porque el verso siempre duda, pero sí una senda para entender lo que nos falta, o lo que hemos perdido. En el fondo, después de anotar tanta destrucción, hay una certeza de que el propio paso del tiempo, no en su dimensión humana pero sí en la histórica, cura las heridas: el árbol que se repone, el césped que renace, el canto del pájaro que vuelve.

De estos tiempos de omisión, cuando nos toque recordarlos o recomponerlos, solo nos quedará la poesía, y en general las tentativas creadoras, porque son las únicas que nos están hablando desde el dolor, desde el borrón, desde el revés. El país por el que nadie da nada, comenzando por la rapiña gobernante, tendrá en sus poetas a sus verdaderos testigos, a sus amanuenses, a sus escribas. Son tiempos para escribir epitafios, unos tras otros, pero los escriben nuestros mejores poetas, para que ninguna de estas letras se pierda, para que la infamia tenga un mínimo reflejo, para que los hijos del tiempo recuerden que alguna vez lidiamos con la muerte y pudimos regresar sanos y salvos.


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