Con la llegada del siglo XXI, muchos analistas han afirmado que el totalitarismo ya es cosa del pasado. Entre las numerosas sorpresas que deparó la llegada del tercer milenio de nuestra era, destaca precisamente el “final” de los regímenes políticos que se instituyeron a partir de la imbricación entre el polo del poder, del saber y del derecho, y de la negación de la división, el conflicto y la heterogeneidad sociales. Los demonios del totalitarismo, aseguran, ya fueron exorcizados por los ángeles de la democracia. Después de la larga noche totalitaria, se avizora un prometedor amanecer democrático que ya no será interrumpido por nada ni por nadie. El nazismo y el estalinismo solo fueron paréntesis –ciertamente traumáticos–, pero paréntesis al fin y al cabo en la vida normal de la Alemania y la Unión Soviética de mediados del siglo pasado. Después de Stalin y Hitler, el totalitarismo se reduce a una simple reliquia histórica.

El filósofo francés Claude Lefort no comparte el optimismo de todos aquellos que afirman que el totalitarismo ya fue depositado por la democracia en el basurero de la historia. Desde su punto de vista, la democracia moderna no ha encontrado en el presente ni encontrará en el futuro la vacuna contra el virus totalitario. Siempre que la incertidumbre que activa la sociedad democrática deviene insoportable por razones políticas, económicas o sociales; siempre que el deseo de pensamiento es sustituido por una exigencia desmesurada de creencia, aparece en el horizonte inmediato el fantasma totalitario.

Nada sencillo resulta vivir en una forma de sociedad en donde no existen garantías últimas sobre el sentido y el futuro del poder, el derecho y el saber, sino todo está sujeto a una invención permanente. La democracia, en clave lefortiana, no es una forma de gobierno o de Estado, ni tampoco es un procedimiento o un mecanismo para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos, sino es, ante todo, una forma de sociedad que requiere inventarse a sí misma de manera constante o el riesgo de retroceder al totalitarismo es inevitable. La democracia moderna, no lo olvidemos, carece de seguro de vida.

Ciertamente, muchas de las bases institucionales, de los rasgos empíricos o positivos del régimen comunista han desaparecido, han cambiado o han perdido mucho de su identidad original. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración y posterior desaparición de la Unión Soviética a principios de la década de los noventa, el totalitarismo pareciera haber recibido un golpe mortal.

Ciertamente, muchas de las bases institucionales, de los rasgos empíricos o positivos del régimen comunista han desaparecido, han cambiado o han perdido mucho de su identidad original. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración y posterior desaparición de la Unión Soviética a principios de la década de los noventa, el totalitarismo pareciera haber recibido un golpe mortal.

La democracia, según este argumento, llegó para quedarse de una vez y para siempre en el nuevo milenio. Los enemigos de la democracia, afirman, ya no son los viejos totalitarismos de derecha o izquierda, sino los fundamentalismos religiosos, el terrorismo y los nacionalismos extremistas.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como aparentan a primera vista. En efecto, si nos detenemos o contentamos con este nivel de la reflexión corremos el riesgo de confundir, o mezclar dos dimensiones de análisis que Claude Lefort se ha preocupado en distinguir claramente: el dispositivo institucional y el dispositivo simbólico de los regímenes políticos modernos, es decir, la diferencia que existe entre el desarrollo de facto de las sociedades democráticas o totalitarias y los principios que le han dado sentido a esas formas de sociedad. En la obra de Lefort, no lo olvidemos, el análisis crítico de las representaciones simbólicas (lo instituyente), es decir, de la dimensión político ideológica que un régimen traza de sí mismo, y con las cuales intenta dar sentido a su historia en perspectiva, tiene un estatuto propio y es, cuando menos, tan importante, como sus bases institucionales (lo instituido).

Lo político, en clave lefortiana, tiene un sentido instituyente que no puede agotarse de ninguna manera en lo instituido. Reducir la esfera de lo político a una teoría de las instituciones políticas, lo que comúnmente llamamos el Estado, el gobierno o los partidos políticos –como hace la ciencia política positivista–, o a una superestructura jurídica-ideológica –como hace el Marx-marxismo y los marxismos posteriores–, es desconocer su excedente de sentido. Pensar lo político, por el contrario, es volver a colocar en el centro de la reflexión los principios generadores de la sociedad o, mejor dicho, los principios fundadores de las diversas formas de sociedad.

Una sociedad se distingue de otra, según Lefort, por su régimen político, es decir, por una cierta puesta en forma de la coexistencia humana o, si se quiere, por un modo particular de institución de la sociedad. Aquello que la filosofía política clásica denominaba la polis o la ciudad, y Platón inauguró mediante el examen de la politeia. Puesta en forma que implica una puesta en sentido y una puesta en escena de las relaciones sociales, pues una sociedad solo puede alcanzarse a sí misma a través de la institución de las condiciones de su inteligibilidad y de la representación de sí misma mediante numerosos signos.

Si lo anterior tiene sentido, entonces no existen razones suficientes para afirmar que el totalitarismo desapareció definitivamente de la faz de la tierra por el simple hecho de que murió el nazismo y desapareció el comunismo soviético. Por el contrario, afirmamos que el fantasma del totalitarismo continúa interpelando a las sociedades del presente porque las representaciones simbólicas que le dieron sentido y proyección histórica a ese régimen político continúan seduciendo el imaginario de los mortales. En cualquier momento, como advirtió magistralmente Tocqueville, el deseo de libertad que alimenta la democracia puede mutar en deseo de servidumbre totalitaria.

Nadie está exento de despertarse una mañana convertido, como Gregorio Samsa, el personaje de Franz Kafka, en La metamorfosis, en un repugnante bicho, en que se ha convertido el apocado comerciante Samsa, quien sufre el rechazo frontal de sociedad y familia, que convive con él en un clima de terror y asco sin llamarle nunca otra cosa que Gregorio, como si pronunciar su nombre verdadero lo volviera irreversible, convirtiendo la pesadilla en realidad. Por el contrario, afirmamos que el fantasma del totalitarismo continúa interpelando a las sociedades del presente porque las representaciones simbólicas que le dieron sentido y proyección histórica a ese régimen político continúan seduciendo el imaginario de los mortales. En cualquier momento, como advirtió Lefort.

La Venezuela de hoy, cuyos dispositivos visibles son Maduro, la constituyente y el Alto Mando Militar, y su descomunal aparato ideológico nazi-comunista, no solo ocultan las torturas y violaciones de los derechos humanos, sino que su propósito es borrar la diferencia entre la sociedad civil y un poder, cuyo fin es ser el Estado mismo.


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