La lucha contra los totalitarismos no es fácil. Un régimen controlador busca acallar la voz de quien se sabe libre por naturaleza. La espontaneidad le molesta; la naturalidad le aturde y por eso no escatima oportunidades para anular, destruir, atormentar y procurar por todos los medios hacer desaparecer al que disiente.

En el proceso sucede de todo. El que quiere ser libre se cansa, sufre, siente miedo, desesperanza, ansiedad, paranoia. Digamos que siente el calor del sol bajo sus pies cuando atraviesa esa especie de desierto en el que resultan ciertos momentos en la vida. La certeza, sin embargo, de que la propia existencia tiene un sentido distinto del que el dominador quiere imponerle, lleva al disidente a levantar la cabeza para no dejarse asfixiar. El espíritu se fortalece en la adversidad, se purifica en medio de la injusticia; ante la carencia, se compadece de la necesidad ajena, descubre el rostro del otro y se abre a la trascendencia porque entre tantas penurias se constata no solo lo mucho que nos hacemos sufrir con nuestras miserias sino que todo es temporal, relativo, y hay una bondad superior a la humana que pone límite al mal en su debido tiempo. Todo pasa y pasará si no nos dejamos dominar; si logramos resistir.

La lucha contra un régimen autocrático pasa por la defensa cada vez más consciente de la subjetividad, de la individualidad, de la conciencia personal, de la libertad de pensar. De la voz propia, en definitiva, pues el dictador busca masificar. La atención a la persona concreta no implica, sin embargo, un llamado al egoísmo, al aislamiento. Individualidad no es individualismo. Atender al ser que somos cada uno supone más bien un llamado al respeto de la diversidad. Los totalitarismos buscan reprimir. Pretenden que los individuos se replieguen sobre su intimidad y callen por temor a las represalias. La continua experiencia de la imposibilidad del diálogo también agota y desmoraliza. Desune a la oposición. Por eso la salida es fortalecerse interiormente, ahondar en el desarrollo de la propia individualidad fomentando espacios de libertad en los que las voces personales puedan ser escuchadas y abrirse a los demás para encontrarnos en lo común. Hay que hablar, no callar. Hay que encontrarse en los mercados, en las colas, en las plazas, en las iglesias, en todo espacio público y fortalecerse mutuamente.

La sobrevivencia a la que nos han sometido no puede hacernos perder de vista que a veces la confusión es un camino para discernir, con más claridad, las metas personales y aprender a valorar cada instante de la vida, así como la existencia de un ser querido. El sufrimiento que nos afecta a todos debe llevarnos a unirnos, a ayudarnos unos a otros, a dar una mano al que lo necesita. Nunca a que nos encerremos en nosotros mismos. El amigo no ve de lejos el dolor del otro, sino que busca ayudarle en su debilidad dándole una mano para que no caiga, para que no calle y se deprima. La lucha contra el derrumbe del entorno es sin duda psicológica, moral. Y ese absoluto dominio sobre nuestra psique no lo han logrado todavía. Por eso creo que si nos rehacemos cada día, centrándonos en lo que cada uno puede hacer para mejorar el ambiente que lo rodea; si convivimos y nos comprendemos, si hablamos y dejamos hablar para saber qué tiene el otro en su mente, el aire de miedo y deterioro no podrá con nosotros.

Necesitábamos de una purificación para renacer, así como luego del dolor del parto nace el hijo. En este proceso, como de trituración del trigo, nacerán voces propias que dejarán atrás las frases hechas, huecas, sin contenido; la mentira de la imitación y la apariencia. La profundidad y un lenguaje incisivo no son gratuitos. Nacen de la experiencia del hundimiento. Necesitábamos madurar muchas virtudes como sociedad y lo cierto es que solo el dolor clarifica la razón y ennoblece el corazón. El derrumbe seguirá su curso y hay que prepararse para la reconstrucción. Salvo la otra vida, nada es eterno.


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