“Ya no rige la igualdad de chance, sino tan solo el triunfo del beatus possidens”. Carl Schmitt, Legalidad y legitimidad.

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Votar y elegir son los fundamentos existenciales del sistema democrático. E incluso pueden llegar a serlo en medio de una dictadura como la que sufrimos los venezolanos –constituyente y pretendidamente totalitaria– en la cual votar, bajo muy específicas circunstancias, puede convertirse eventualmente en un poderoso instrumento de resistencia, rebeldía y movilización. Como quedara demostrado el 16 de julio, cuando una masiva y fervorosa participación electoral convocada por la oposición unida al cabo de una auténtica insurrección popular, reprodujo casi al detalle la participación de las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015: poco menos de 8 millones de votantes expresaron su voluntad en 3 preguntas, unánime y favorablemente respondidas, constitutivas de un mandato plebiscitario del soberano que exigía salir de Nicolás Maduro y conformar un gobierno de salvación nacional, liberar a todos nuestros presos políticos y desconocer la asamblea nacional constituyente. Esos 8 millones de votantes constituyen el techo de la participación electoral opositora, que sumado a la abstención estructural, deja el resto para el régimen: entre 2 millones y 2 millones de votos. Ni una más ni uno menos. Y la perfecta expresión de lo que siente la mayoría.

La oposición en bloque, de consuno, sin excepciones, unida bajo el alero de la Resistencia y el honroso sacrificio de nuestros mártires, participó en dicho extraordinario acto de soberanía popular. Nadie se abstuvo. Por lo tanto falta descaradamente a la verdad quien considere que en el seno de la oposición existe un abstencionismo doctrinario, activo y categórico. Inventado por un mercenario al servicio de la MUD y al que califica de cretinismo abstencionista. Pertenezco a esos millones de venezolanos que han participado en todos los procesos electorales, desde el 6 de diciembre de 1998, sin exclusión ninguna, salvo la de diciembre de 2005, asumida entonces como un reclamo desesperado de las mayorías opositoras ante el fraude continuado del 2004 y el incumplimiento de lo acordado tras su escandalosa mise en scene, la institución de una Comisión de la Verdad, que jamás sesionara. Sin que a Jimmy Carter, a César Gaviria y a todos los países miembros de la OEA, sus garantes, se les arrugara el semblante. No eran los tiempos de la Resistencia ni de Luis Almagro.

El problema no es votar, que en democracia la institución del voto es sagrada. Y a pesar de ser conscientes de que esta es una dictadura, la peor que haya conocido Venezuela, pues es la primera que ha atacado al corazón de la republica misma, y aún conscientes de que no existían las elementales condiciones de igualdad necesarias para que el ejercicio del voto fuera justo, hemos ejercido nuestro derecho considerando que ello suponía contribuir a la acumulación de fuerzas antidictatoriales. ¿Son estas circunstancias histórico-concretas idénticas a aquellas en las que, en anteriores condiciones aceptáramos participar, con entusiasmo, con fervor, incluso con pasión? No lo son: el régimen está asfixiado, acorralado internacionalmente, al borde del precipicio. Requerido de oxígeno y asistencia in extremis. Y estas elecciones regionales no corresponden ni a lo establecido constitucionalmente –un revocatorio, cuyo derecho nos fuera arrebatado– ni se la ha convocado cuando se debía, ni corresponde con una honorable salida política planteada por el pueblo mismo: elecciones generales. Están plagadas de irregularidades y amenazas de todo orden. Las regionales aparecen a la sombra de un estrafalario monstruo constitucional seguramente parido en los laboratorios de la tiranía cubana, que nos coloniza: una espuria e írrita asamblea nacional constituyente, sin otras pretensiones que impedir el desalojo inmediato del gobierno y entronizar en cambio una tiranía como la cubana. Todo lo que se pueda argüir contra ella, lo ha hecho sin dejar resquicio argumental el historiador Elías Pino Iturrieta. A él me remito. La dictadura y las regionales, El Nacional, 17 de septiembre de 2017.

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Las dictaduras en que se cumple con el ritual de las urnas para enmascarar su naturaleza totalitaria suelen ser tan contrarias al sentido mismo de dichas elecciones que los candidatos los escogen y los ponen ellas, de modo que desaparece la elección primaria como su primer fundamento. Los resultados son escandalosos: quien o quienes las ganan suelen hacerlo con 99,99% de los votos. Sin apreciables cifras abstencionistas. Y si así no fuera, si la crisálida dictatorial aún se encuentra en proceso de transición hacia la mariposa totalitaria, el régimen fija las fechas y las condiciones, las realiza cuando sirven a sus propósitos de entronización, controla al ente electoral, posee la atribución de censurar y vetar la asistencia de algunos candidatos, es plenipotente respecto a los instrumentos propagandísticos, pues es dueño o vigila y controla todo el aparato comunicacional y decide de quién y bajo qué condiciones obtuvo la victoria. Dicho en criollo: paga y se da el vuelto. Dice Carl Schmitt: “Una mayoría lograda anteriormente, pero que ahora ha dejado de ser mayoría, permanece en posesión de los medios del poder estatal… La gran prima que otorga la posesión legal del poder despliega toda su eficacia práctica en el uso de la posibilidad de eliminar toda idea de igualdad de chance, en virtud de las facultades que conllevan los poderes extraordinarios propios del estado de excepción… Cuando se ha llegado a estos extremos, lo único que cuenta es quién tendrá en sus manos el poder del Estado, en el momento en que se lance por la borda todo el sistema de la legalidad, para establecer después su poder sobre nuevas bases”.[1]  Es el caso de Venezuela desde el 6 de diciembre de 1998.

En uso de ese poder, el régimen ha podido desconocer desde entonces la voluntad popular, o manipularla a su antojo, como sucediera con la Asamblea Nacional, rebajada a contubernio con el bodrio totalitario travestido de asamblea nacional constituyente, que la dictadura se sacara del sombrero como un conejo de su chistera. Para lo cual ejecutó el fraude más torpe, infantil y descarado de la historia venezolana de los fraudes: después o a punto de terminar el proceso elevó la cifra de 2.500.000 a 8 millones de votantes, en minutos. Al extremo de que la empresa responsable de todos sus procesos electorales desde el referéndum revocatorio de 2004 aseguró desde Londres que se trataba de un fraude. Puede llegar incluso a encarcelar a quienes hayan sido democráticamente electos, como ha sucedido con alcaldes y diputados. Va para 3 años de cárcel el caso de Antonio Ledezma, sin que ni siquiera se le haya condenado a nada. Lo mismo ha sucedido con Daniel Ceballos. David Smolansky y Ramón Muchacho han debido asilarse ante la persecución desatada en su contra, sin causas legítimas. En el caso de Smolansky, quien resistiera en la clandestinidad tras una condena absolutamente absurda y arbitraria, se vio en la obligación de asilarse en Brasil ante el riesgo cierto de ser asesinado por sus perseguidores. Muchacho, en Estados Unidos. ¿Libertad de elección? ¿Igualdad de oportunidades? ¿Qué respeto se les dio a los millones de votantes que los eligieran a todos ellos, para comprobar que su voto había sido olímpica y dictatorialmente desconocido?

Es lógico que el régimen no confiese abiertamente sus propósitos –lanzar por la borda los últimos vestigios de legalidad–, por obvias razones de simulacro y encubrimiento. Jura que es una democracia perfecta, que vivimos en el mejor de los mundos, que nadie sufre ni pasa hambre y sufrimientos bajo su mandato. Lo han jurado Stalin, Hitler, Mao y Fidel Castro. Y aún hoy, hay millones de ciudadanos que viven en democracias reales y verdaderas –incompletas, imperfectas y contradictorias, como es de la esencia de las democracias– que se lo creen. Como Obama y Clinton, en los pasados gobiernos norteamericanos, y Jorge Alejandro Bergoglio, en el actual papado. Como todos los miembros del Foro de Sao Paulo. Como todas las izquierdas del mundo. Caimanes del mismo pozo.

En el caso de su complemento opositor, la llamada MUD, por obvias razones de supervivencia, se niega a reconocer que el régimen es una dictadura cabal, pura y dura. Tendencialmente totalitaria. Y secreta o abiertamente le concede el derecho de la duda. Oxigenándola y entubándola cuando por efecto de la brutal crisis humanitaria, social, económica y política que vivimos se ve en la obligación de abrir espacios de convivencia: como las regionales. Autolegitimándose y conformándose con creer y hacer creer que esta dictadura en trance de tiranía no es más que un mal gobierno, electoralmente superable. Así, mediante un sórdido e incomprensible autoengaño, puede sobrevivir conviviendo en las instituciones existentes –el Parlamento y los llamados “espacios” de convivencia parapetados en el Estado: alcaldía gobernaciones, concejos, parlamento–. Encontrando la justificación de su existencia en el simulacro de democracia que escenifica a diario. Y obteniendo la complacencia del poder, jugosas canonjías, participación en sus negocios y los favores crematísticos de aquellos sectores empresariales que se sienten afectados por las amenazas del régimen y en dicha oposición tolerada encuentran un puente de entendimiento con sus eventuales verdugos. Mientras, la resistencia puede ir a dar a la morgue.

Ello sería así y lo seguiría siendo hasta culminar en el parto de un monstruo de dos espaldas –un régimen mixto de concordia nacional producto de la simbiosis de la cuarta y la quinta repúblicas montada sobre las bases de una Venezuela arruinada hasta la desfiguración– si no fuera por la irrebatible verdad del contexto histórico mundial y hemisférico y las circunstancias nacionales, que lo hacen imposible. Pero, por sobre todo: debido a las insatisfechas necesidades del pueblo venezolano, llevado al colmo de la desesperación y decidido a ponerle fin al régimen. La reacción de las democracias de la región, que se ven amenazadas, se radicaliza. La devastación económica impide construir un falso paraíso de entendimientos. Venezuela no cuenta con los fastuosos medios que le permitieran comprar lealtades. En dicho contexto, Venezuela es la pica del totalitarismo castrocomunista en el continente: narcotraficante, terrorista, ladrona, corrupta, hallándose al borde del caos, la guerra civil y la desintegración. Un régimen forajido. Montado, vaya problema, sobre las principales reservas petrolíferas del mundo, incrustado en el área de influencia de Estados Unidos, presididos al día de hoy por quien siente haber recibido el encargo de salvar a su país y a la región del deslave del terrorismo narcotraficante que encuentra su más cabal expresión en el régimen castrocomunista venezolano. Hoy, de la mano de Corea del Norte, principal amenaza a la seguridad de Estados Unidos.

Lo único cierto es que el régimen está absolutamente aislado. Nacional e internacionalmente. Y en medio de su desesperación se agarra al clavo ardiente de Kim Jong-un: un gesto de mala crianza que podría involucrarlo en un conflicto de orden mundial. Se aferra a una cadena de la cual es inevitablemente el eslabón más frágil. Y como bien dice la conseja, las cadenas suelen romperse por su eslabón más débil. Y tira sobre el tablero la carnada de las regionales, para alcanzar un segundo aire y mayor poder de negociación. Esa combinación es letal: una crisis humanitaria, un pueblo desesperado, un régimen al borde del abismo, una oposición parlamentaria a punto de asfixia por colaboración, una vanguardia decidida a ir a por todas Y la opinión pública mundial y todos sus gobiernos en contra. Al entubado de Miraflores no le alquilo las ganancias. El enfrentamiento final será inevitable.


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