A finales de la década de los noventa residí temporalmente en la ciudad de Hamburgo, adonde me habían llevado intereses académicos. Era una época en la que pensaba que por mal que vinieran dados los acontecimientos, nunca volvería a ser España el lugar de mi residencia definitiva, guiado más bien por aquel dicho venezolano de que chivo que se devuelve se esnuca. Eran tiempos en los que Caracas no tenía parangón con ciudad alguna en la relación trabajo-beneficios. Pero los cambios se suceden a veces inesperadamente y a uno no le queda más remedio que reaccionar frente a los hechos. De manera que esta es la razón de escribir hoy desde esta populosa y, a ratos, alborotada ciudad de Madrid a las puertas de una nueva primavera que lanza a la calle a sus habitantes para compensarles de los fríos días invernales.

Pero de la misma manera que entones confiaba en la marcha de los acontecimientos, me invade ahora la perplejidad ante lo que me contó, una de aquellas noches de Hamburgo, el singular conductor de un autobús en el que un grupo de cuarenta personas viajábamos a la representación de una obra de teatro en forma de monólogo, escrita y montada por la amiga de un entrañable compañero que ha hecho vida vecinal en esta ciudad hanseática.

Las cosas sucedieron de la manera siguiente. Con una semana de antelación, o más si cabe, recibí la invitación de mi amigo para asistir a la representación de la obra en cuestión que se iba a llevar a cabo en las instalaciones que la familia de la autora de la obra poseía a unas dos horas de Hamburgo en una finca de plantaciones de manzanos. En el inmenso almacén, vacío, después de la cosecha, se había montado un escenario y asientos para unas cuarenta personas. Un autobús nos recogería en un punto determinado de la ciudad y nos trasladaría hasta el lugar. Fue un viernes sobre las cinco de la tarde cuando el vehículo pasó a recogernos. El autobús tenía toda la apariencia de un inmenso trasto de los años cincuenta adornado con pintadas psicodélicas, comunes en aquella época. Dos horas, efectivamente, duró en cubrir el trayecto hasta la finca donde se iba a llevar a cabo la representación, y eso a buena velocidad, ya que el motor y la remodelación interior eran de buena calidad, algo que el propio dueño del vehículo había llevado a cabo, contra la opinión de amigos y conocidos en que aquel artefacto fuera en modo alguno rescatable. Pero cumplidas con las normas requeridas para la circulación, fue autorizado para un cierto tipo de turismo del que el dueño obtenía algunos beneficios.

Debo confesar que el tema en sí no me atraía después de una semana de trabajo, en la biblioteca de la universidad en ese caso, pero la ventaja era la de pasar un rato con el amigo y esa fue la razón por la que me decidí a hacer el viaje. Algo que no logré, porque la señora que dirigía el encuentro, al ver que iba sin compañía femenina, me situó con esa severidad con la que los alemanes hacen las insinuaciones, al lado del chofer en un asiento que podría considerarse como el del copiloto o algo así.

El chofer, al conocer mi nacionalidad, se alegró de tenerme a su lado porque eso le permitía –según dijo– practicar su español aprendido durante el año que había estado “destacado” en Perú, en Lima, concretamente. Cuando le pregunté sobre la razón que le había llevado a aquella ciudad, dudó un rato y dijo sin mirarme: “Lo que pasa es que yo era coronel del ejército de la República Democrática Alemana (DDR) y por aquel tiempo estaba en los servicios de inteligencia… Como sigo siendo comunista, no quise incorporarme al ejército de la Alemania Federal como lo ha hecho casi la totalidad de mis compañeros de armas. Yo tengo otros planes”.

De momento, su trabajo consistía en conducir un camión un par de veces por semana hasta Almería, en España, para el trasporte de frutas. Lo del autobús en que nos trasladábamos era un hobby, ya que, siendo, a su vez, ingeniero mecánico, había adquirido por muy poco dinero aquel trasto y lo había rehabilitado para turismo regional.

Cuando le informé sobre mi estancia en Alemania, dijo que en el campo de las humanidades a él le había interesado mucho la obra de Bertoldt Brecht, si bien después de sus regreso de Estados Unidos, donde había permanecido por más de quince años, ya estaba bastante contaminado.

Contaminado o no –según se vea, comenté– es un clásico y como cualquier clásico ha pasado por los dos periodos que acompañan a esta condición, el ensalzamiento –la monumentalidad– y la indiferencia, pero a mí no me cabe duda sobre la singularidad dramática de este hombre.

Ya en el lugar e iniciada la representación, no pude aguantar el tufo del local donde debió permanecer encerrada, sin apenas ventilación, la cosecha de manzanas y decidí salir a tomar el fresco mientras se desarrollaba el diálogo sobre el escenario. El chofer, por lo visto, se daba por bien servido con haber conducido el autobús y había decidido permanecer fuera desde el principio fumando un cigarrillo. Se alegró de verme nuevamente y esta vez fui yo quien inició la conversación, que giró sobre las dificultades con la Stasi años atrás, cuando tuve que hacer un viaje a la ciudad de Erfurt.

Me respondió diciendo que él desconocía el funcionamiento de la Stasi, ya que había estado asignado mayormente a la zona rusa, a las órdenes de un jefe admirable al que tenía mucho que agradecer. “A él debo mi permanencia durante dos años en la Unión Soviética hasta llegar a dominar el idioma ruso, luego y fui el segundo en la cadena de mando de las operaciones conjuntas entre el ejército de la República Popular Alemana y el de la Unión Soviética. No me cabe duda de que va a llegar a la Presidencia de la que ahora se llama la Confederación de las Repúblicas Rusas y en ese momento yo estaré a su lado. Se llama Vladimir Putin”, dijo.

El aire de la noche, con la ciudad de Hamburgo a lo lejos operaba como una suerte de masa luminosa sobre aquella oscuridad a boca de lobo.

Años después, aunque el nombre no era difícil de retener, dada la complejidad de los apellidos rusos, rescaté del olvido al personaje al ver al tal Vladimir Putin en televisión, en una rueda de prensa con Ángela Merkel. El chofer de marras tenía bien calibrado a su amigo, porque, efectivamente, Putin era ya presidente de Rusia.

Y hoy hubiera dado cualquier cosa por conocer si aquel coronel alemán que tanto lo admiraba habría logrado instalarse a su diestra como era su propósito.

Lo cierto es que con el nombre de Vladimir Putin me he encontrado, posteriormente, con mayor frecuencia de la deseada en la prensa y en la política venezolanas. Putin, que es un narcisista empedernido, debió contagiar a Chávez de ese narcisismo y de ahí la necesidad de encontrarse periódicamente con él en el Kremlin. Tal vez fue el mismo Putin quien le hizo creer que permanecería en el poder hasta 2050, idea con la que Chávez solía amenazar a la oposición y a la parte cuerda de la población. Pero la muerte y su guadaña le jugaron una mala partida. A Putin, al parecer, le seduce también ese tipo de inmortalidad a lo chavista, pero las dificultades comienzan a hacerse patentes después de 16 años de mandato. Los ingleses, por lo del envenenamiento al espía ruso, amenazan con no asistir al mundial de fútbol a celebrarse en Rusia. ¿Qué pasaría si a ellos se unen otros equipos clasificados de la Unión Europea, tales como Alemania, Portugal, España, Francia y Croacia, por citar solamente cinco de ellos? Por otra parte, los rusos no están tan dispuestos, como parece, a tolerar a aquellos gobernantes que se erigen en zares, como se piensa que ha comenzado a suceder con el Putin de los nuevos tiempos: el de la novísima edición de las tantas en las que lleva reinventándose. En suma, que como acontece a quienes embriaga el poder, Putin parece que está yendo demasiado lejos en sus pretensiones.


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