Barullo en exceso suscitó la decisión cupular, no tan sorpresiva para tantos aspavientos y a un altísimo costo político, de enviar gobernadores de la oposición a la picota de la ANC a fin de exponerlos al escarnio público. Objetivamente, era más o menos previsible el baño de agua fría que habría de caer sobre sus votantes, con la (auto)ejecución del cuarteto de adecos que, humillados, serán ofendidos con un mandato chucuto bajo la tutela de quienes fueron sus rivales en entidades que, para guardar las formas, administrarán sin fondos. De allí, el superávit de epítetos malsonantes en las redes sociales y de arrecheras manifiestas entre quienes descalifican con lujo de indignación y obscenidades a los opinadores de los portales noticiosos. ¿Pudo más el temor a quedar por fuera como la guayabera que la autoridad moral de un centenar de víctimas que pagó con sus vidas la insumisión al írrito proceso constituyente? ¿Se trató del agarrando aunque sea fallo que fundamenta la praxis de Henry Ramos? El tiempo y las circunstancias lo dirán.

«La humillación de un líder es un medio para lograr Libertad», con «L» mayúscula, fue el pueril alegato tuitero de la flamante gobernadora del Táchira, tras el que rebuzna el burro amarrado de la leña segura. Es posible, aunque inverosímil, que esa laidy (lo correcto sería Lady), con minúscula, intente equiparar su heroica genuflexión y la de sus colegas, ¡púyelo compañera!, con el ultraje al que, de acuerdo con la chismografía histórica de sobremesa, fue sometido Juan Bautista Arismendi por Pablo Morillo y que el margariteño, para salvar el pellejo, se caló sin decir pío con la bajadita en la mira; pero, después del ojo afuera no hay Santa Lucía que valga. La deposición de Milady contrasta con la quijotesca negativa de Juan Carlos Guanipa de sumarse a la comparsa que ha contrariado el desconocimiento del concilio comunero de Maduro, aprobado en la consulta popular del 16 de julio. «No llegué para arrodillarme ante un poder que no representa nada», arguyó sin floripondios el gobernador electo del Zulia, quizá la jurisdicción, demográfica y económicamente, más importante de las 23 que forman nuestro mapa político. Puede que su postura sea éticamente inobjetable, pero difícilmente los zulianos digieran sin eructar una abdicación principista que los condena al infierno. El orgullo no es una virtud; es arrogancia y una forma de egoísmo, un lastre del que en momentos críticos conviene deshacerse.

El contrapunto de razones y sinrazones generado por la pugna entre los que defienden la parcela conquistada a costa de lo que sea y los que están dispuestos a cederla para no «traicionar al pueblo» (¿?) me remitió al daño social derivado de la antipolítica –en el fondo, satanización de los partidos con la convicción (prejuicio) de que están enfrascados en un quítate tú pa’ ponerme yo–, ese embobamiento ciudadano a partir del cual prospera el producto más elaborado de la demagogia: el populismo, en todas sus variantes; y, sobre todo, me hizo pensar en un artículo, que celebré y envidié, de Moisés Naím, “Peor que los malos líderes son los malos seguidores”, publicado en este periódico el pasado fin de semana. Lo celebré porque, desde el título mismo, el autor de El fin del poder se sacude las ataduras de la corrección política –«una forma más peligrosa de totalitarismo», a decir de Slavoj Žižek, filósofo esloveno de ácido verbo y demoledoras ideas, marxista y lacaniano, ¡nadie es perfecto!, a quien podemos ver y escuchar en Youtube– y coloca los puntos sobre las íes sin precipitarse por el barranco tremendista para abordar el espinoso asunto de la responsabilidad individual en el destino de la sociedad, y sostener que «las democracias están siendo sacudidas por los votos de ciudadanos indolentes, desinformados o de una ingenuidad solo superada por su irresponsabilidad». Lo envidié por la rotundidad de esta afirmación y lamenté no haber tenido el coraje de expresarme en términos similares cuando aventuraba barrocas respuestas a una pregunta nada retórica: ¿por qué los ciudadanos, que no terminan de comprender por qué en un país reputado de rico campea la pobreza, soportan, cual inmutables atlantes y cariátides, la sobrecarga roja sin (todavía) acusar fatiga? Pregunta que al parecer no se formula el liderazgo opositor, porque de lo contrario no habría alcanzado el colmo de inconsistencias evidenciado en el reparto de migajas del poder regional.

Antes de leer el artículo de Naím, cada vez que me abrumaba esa interrogante, imaginaba un país poblado de resignados y pacientes émulos de Job, inmunes o indiferentes a lo que a su alrededor acontece. Creía posible que la nuestra fuese una sociedad estoica que procura ser feliz prescindiendo de bienes materiales y también supuse que el venezolano no era más que un humilde penitente, un disciplinante que purgaba sus pecados castigando su cuerpo con los azotes del chavismo, y llegué a conjeturar que, si no le asistían motivos religiosos, lo hacía para consolarse tontamente con un mal de muchos o satisfacer perversiones masoquistas, una presunción que incluso me atormenta cuando esto escribo, al constatar la facilidad con que el gobierno hizo estallar la unidad opositora –«Saltó en mil pedazos, como fina copa», cantaban a dúo Alfredo Sadel y Benny Moré– y barrunto que, a punta de reflejos condicionados por viejos modos de entender la política, amén de errores de cálculo y omisiones inherentes a la improvisación, hayamos contribuido a que la ruptura fuese inevitable, ¡ojalá no sea irreversible! Ahora, al dejar a un lado las elucubraciones, vuelco mi atención sobre un par de frases desacreditas por su excesivo (ab)uso: «Cada pueblo tiene el gobierno que se merece» y «el pueblo nunca se equivoca». A la primera, un poeta peruano que me honró con su amistad, César Calvo (1940/2000), proponía darle un vuelco porque, aseguraba, son los gobiernos los que tienen el pueblo que merecen. A la luz de las reflexiones de Moisés, podríamos decir que hay una relación biunívoca, ¿dialéctica?, entres ambos enunciados. La segunda frase es inexacta porque los pueblos yerran a menudo. Sobre sus equivocaciones se enseñoreó el fascismo y ascendieron al poder legiones de impresentables tiranuelos y redentores. Chávez y Maduro entre ellos. Y la recurrencia de sus traspiés abonó el terreno para que floreciese la maltrecha oposición que tenemos, esa que canturrea salmos de arrepentimiento en do(lor) mayor sostenido, mientras se dedica a averiguar por dónde le entra el agua al coco y casi proclama: ¡Muera la MUD! ¡Viva lo que venga!


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