La violencia, individual o colectiva, ha estado siempre cercana a los procesos creativos del ser humano. Algunas de las más elevadas manifestaciones del arte han sido resultantes de agudas conflictividades personales o sociales, que se han traducido en lenguajes estéticos alternativos y, por tanto, polémicos en sus respectivos momentos históricos. A veces han constituido una respuesta inmediata a un acontecimiento determinado y exhiben un carácter reactivo y momentáneo. Otras, se han concretado luego de un tiempo de reflexión necesaria y han apostado por su trascendencia.

La danza contemporánea desde sus orígenes ha encontrado en la violencia su punto de partida necesario, su razón de ser fundamental. Desde los dramas danzados de Martha Graham, Kurt Jooss y Mary Wigman y los postulados de expresionismo abstracto de Merce Cunningham, hasta las propuestas del butoh, el neoexpresionismo y la nueva danza, la agresión recurrentemente se ha transformado en código corporal comunicativo.

Los años ochenta venezolanos trajeron consigo una explosión dentro del ámbito de la danza escénica, sacudiendo el espíritu formalista que la orientaba, al igual que las intrincadas y solitarias experimentaciones que se sucedían. El origen expresivamente violento que caracterizó los orígenes de la danza moderna nacional, perfectamente ejemplarizados en las obras Hiroshima y Medea de Grishka Holguín, había avanzado hacia una concepción abstracta del movimiento en boga y a exploraciones individualistas sobre el cuerpo en sus consideraciones físicas y psíquicas.

En la década en referencia, la coreografía del país reveló inéditos nombres y propuestas alternas, influenciados por las tendencias imperantes de una danza involucrada con la expresión teatral, que llevaban consigo una densa carga violenta y lograron proyectarse con personalidad y autenticidad. Pregonaban un movimiento no meramente esteticista, sino orgánico, verosímil y comprometido.  

Cuatro coreografías venezolanas son referenciales de esa época. Todas fueron creadas  en 1987, hace 30 años, y cada una marcó un hito todavía determinante. Caracterizan un momento de impulso y vigor inusitados, que contrasta con el debilitamiento y la inercia actuales. Son acercamientos, claramente diferenciados entre sí, a estadios humanistas de la danza, a partir de realidades sociales coincidentes y compartidas.  

Momentos hostiles de Luz Urdaneta representa un alegato, tal vez lejanamente premonitorio, de las situaciones de caos colectivo que se vivirían. A la violencia contenida en su concepto se une una concepción escénica monumental, siempre prevalente. De la gran estructura escenográfica central dispuesta, cuelgan y se desprenden cuerpos aniquilados en la lucha por su supervivencia. El poder, la conflictividad y los desequilibrios sociales son protagonistas de un acto escénico ideológico, también poseedor de evidentes búsquedas formales.

The Rainbow Dance de Julie Barnsley es un dueto conciso, pero contundente. En él, una pareja disfuncional se relaciona dentro de extremos de violencia de género. No hay alardes ni monumentalidad. Es la violencia espiritual y física llevada a niveles de concreción, que no reduce su capacidad reflexiva y de impacto, sino, por el contrario, la potencia. La referencia musical a un cine legendario y la indagación en un vocabulario tomado de una fuente originaria expresionista, particularizan el planteamiento. La lucha por el poder entre dos dentro de los preceptos de una sociedad machista pero también matriarcal, guían las acciones de la obra.

Silente de Luis Viana aborda la violencia entre iguales y el acoso como práctica del que tanto se habla ahora. Cuatro personajes masculinos entran en contacto agresivo y discriminatorio entre sí, enmarcados en silencios elocuentes y un descriptivo bolero caribeño que contextualiza la situación. Complicidad, autodefensa, destino y soledad compartidos, son sus conceptualizaciones rectoras.  

Topos de Nela Ochoa ofrece otra visión posible de la violencia, la ejercida sobre el planeta y sus irreversibles consecuencias. Adelantada a la preocupación y la discusión mundial sobre el tema, la coreógrafa y artista visual, escenificó un ambiente artificial de protección del efecto invernadero. En él, seres sin rumbo se encuentran y desencuentran a través de la singular recreación de una gestualidad plena de cotidianidad, desconcierto y humor corrosivo.

Han transcurrido tres décadas del estreno de estas cuatro obras, identificadas con el tiempo y las circunstancias de sus autores. Cabe preguntarse cuándo y cómo la violencia de los últimos años, incluida la actual, será recreada por los creadores de la danza de hoy, justo en momentos de generalizada sequía e inacción.


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