Arrebatarle la vida a quien está negociando su rendición plantea los límites del uso de la violencia por parte de las fuerzas policiales y militares, al momento de someter a un ciudadano acusado de delincuente. Ello nos sitúa ante una importante interrogante: ¿hasta dónde puede el Estado ejercer el monopolio de la violencia y cuáles son los derechos que no puede transgredir?

La respuesta a la pregunta planteada tiene que ver con los límites de la violencia en los actos del Estado al defender su seguridad. Para entender esta situación resulta útil leer el ensayo de Walter Benjamin titulado “Para la crítica de la violencia” publicado en Ensayos escogidos (Madrid, Editorial El Cuenco de Plata, tr. H. A. Murena, 2010, pp. 153-180). Para el pensador alemán, la violencia debe ubicarse en el campo de los medios y no de los fines. Por lo tanto, esta puede ser usada estrictamente como medio para lograr fines legítimos (la legítima defensa o para evitar que se comenta un crimen, por ejemplo); y no puede ser ejercida para fines injustos (la violación de derechos humanos o violar el derecho a la vida). Las actuaciones del Estado no pueden tener como finalidad la violencia en sí misma.

La utilización sistemática de la violencia con fines políticos persigue perturbar e impedir el libre ejercicio de los derechos ciudadanos. Así ocurre cuando se obstaculiza el ejercicio del voto o, cuando apelando a las denominadas “inhabilitaciones”, se viola el derecho al libre ejercicio de la participación política.

Benjamin distingue, por otra parte, entre la violencia legal e ilegal. Solo la primera, siempre sujeta a normas legítimas, es admisible. El Estado está autorizado para ejercer la violencia, pero el particular no puede hacerlo, salvo que sea en legítima defensa. Por eso queda proscrita la violencia que ejercen los paramilitares. Mucho menos está permitido que estos actúen mancomunadamente con las fuerzas de seguridad del Estado. Desde luego, hay que subrayar que el uso de la violencia por parte del Estado está limitado por la Constitución, las leyes, los tratados internacionales y los derechos humanos.

La violencia en manos del Estado no es, en principio, peligrosa, ni ilegal y puede estar justificada cuando se ejerce, por ejemplo, contra los supuestos delincuentes. Sin embargo, cuando estos son sometidos, no se les puede causar la muerte. Mucho menos puede aceptarse el denominado “ajusticiamiento” puesto que al acusado de “criminal” merece un proceso imparcial, porque el debido proceso es un derecho fundamental. En Venezuela, ni siquiera se admite la pena de muerte, la cual requiere de una norma y de un procedimiento jurídico para declararla. Así lo proclama el artículo 43 de la Constitución: “El derecho a la vida es inviolable. Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla”.

Lo que hemos vivido esta semana con al caso del ex inspector del Cicpc Oscar Pérez impone una detenida discusión sobre los límites de la violencia del Estado y la violación de los derechos humanos de los ciudadanos. No es posible admitir su uso para causarle la muerte a nadie, y menos a quien está en proceso de negociar su rendición, como pudimos verlo en los videos que circularon y retumbaron el pasado lunes 15 de enero en las redes y prensa nacional e internacional. Estas imágenes muestran un despliegue de fuerzas desproporcionadas y una amalgama preocupante de fuerzas militares con paramilitares que contribuyen, más bien, con la anarquía y descontrol en el uso de la violencia del Estado.


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