Se considera al viento como una robusta manifestación del aire; nace de un soplo, casi de la nada y el soplo se asocia con el aliento, una ahogada exclamación, el espíritu. Para muchos, los ángeles poseen la certidumbre del aire y la agilidad de los vientos. Son espíritus del cielo. Sin embargo, el viento al sulfurarse, al sentir que posee una fuerza aún más enérgica, secreta e indomable se hace visible, se muestra enfureciendo a su vez los mares, los árboles que se estremecen y bailan enloquecidos y desata huracanes y tormentas y monzones lejos de nosotros, y cuando la tierra zapatea aparecen los terremotos, crecen despavoridos los mares y el tsunami arrasa los campos y destruye las ciudades. El viento, enfurecido, se hace cómplice de los desastres. La brisa apacible y fresca que estuvo acariciando el rostro y los brazos de las chicas apoyadas en la baranda de la terraza se transforma en azote y devastación. Y el viento convertido en ráfagas despiadadas gime, aúlla, respira y se ahoga en el sonido ronco del agonizante y las nubes ennegrecidas quedan ocultas tras la lluvia que golpea los techos y desconcierta los ríos.

El viento se comporta como el ser humano. Puede ser benévolo o diabólico; amoroso y delictivo. Teme a veces cruzar la línea que lo separa del mal y en otras salta jubiloso, chapotea en el desorden y se hunde en el infierno. Es un ácido que inflama y desorienta nuestras almas y convierte el país en roja perversidad bolivariana.

Los antiguos griegos lo entendieron bien y le dieron nombres para identificarlo y situarlo geográfica y convenientemente de acuerdo con su procedencia e intenciones. Lo bautizaron con el nombre de Eolo, lo pusieron a vivir en Eolia una isla flotante (¡uno de mis sueños preferidos es vivir en una isla que navegue por mares desconocidos impulsada por el viento de la impredecible nostalgia y juventud!) y nos dieron a conocer los nombres de sus padres: Arne y Poseidón, y quisieron que fuera humano antes de convertirse en dios y trató de ayudar a Ulises para que llegara a Ítaca y colaboró con Atenas no solo para que destruyera la flota griega, sino para impedir que Eneas desembarcara en Troya.

Boreas es el viento frío del Norte; Noto surge del Sur y destruye las cosechas; Euro trae consigo el calor y la lluvia del Este; es Europa y se parece a mí cuando riego el jardín de mi casa, y Céfiro es el benéfico viento del Oeste, pero dicen que se enamoró de un príncipe llamado Jacinto y Jacinto prefirió a Apolo. Entonces, montado en cólera, Céfiro en una ráfaga lanzó un disco que lo golpeó en la cabeza y lo mató. Apolo convirtió la sangre de Jacinto en una hermosa flor que lleva el nombre del príncipe.

Amedrentado, Federico García Lorca ve a un viento hombrón perseguir a una chica que no logra escapar del romancero gitano en el que vive y le gusta cantarle la luna lunera, cascabelera…

Eugenio Montejo en Terredad afirma que la soledad no basta para engañar al viento y asegura que el viento lo sabe. Pero yo escucho a un Eugenio desolado decir: “Estoy donde los vientos me dejaron”.

¿Cuáles vientos? Porque, como sabemos, hay dentro de ellos espíritus malévolos que desencadenan tormentas de arena en los desiertos y otros viven dentro de los tornados y quienes los han sufrido (¡Dorothy Gale, por ejemplo, arrastrada por uno en El mago de Oz!) reiteran que parecen serpientes negras que ocultan sus cabezas en las nubes y golpean el suelo con sus cuerpos. ¡Hay también brujos y hechiceros que guardan vientos embotellados! Algunos escapan y son tan rebeldes, aseguran Michael Page y Robert Ingram, autores de una asombrosa Enciclopedia de las cosas que nunca existieron, que tienen que ser capturados mediante ritos y ceremonias muy complicadas.

Hugo Chávez, antes de que Nicolás Maduro lo convirtiera en ave belicosa que salta de rama en rama, encontró el frasco de un viento embotellado por unos alemanes llamados Carlos Marx y Federico Engels, pero intoxicado de maldad, años mas tarde, por un cubano de barba, quepis y habano en la boca. Lo esparció por toda la geografía política, social y cultural venezolana y el viento malévolo entró con vulgaridad y violencia por todas las ventanas del país y destruyó lo que sus ráfagas encontraban; nos maltrató y menoscabó el curso de nuestras vidas al empeñarse en devastarnos y borrarnos brutalmente de la historia. Ese aire, el más funesto, es de color rojo y pestilente olor, el mismo olor que exhalan las angostas y podridas falanges bolivarianas y el dinero envilecido.

Decapitó a los capitanes de la cultura al mismo tiempo que colgaba inútiles soles en el uniforme de los generales del escarnio.

¡Estamos donde ese viento rojo nos obliga a estar! Cerca de la Tumba, junto a la ventana por donde se lanza y se defenestra al que ya ha perdido la vida a manos de los hombres del Neanderthal.

Tratamos de sobrevivir al despotismo de los ingratos mandatarios que desorientan al país y hacemos esfuerzos para no sucumbir a la demencia del viento chavista convertido en hambre, diáspora y espanto; el viento que escapó del fatídico frasco y está petrificando nuestra geografía humana mientras pierde, para agobio y desconsuelo de todos, la certidumbre del aire y la angélica agilidad y pureza de la brisa que los venezolanos tuvimos y conocimos alguna vez.


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