Guénrij Yagoda y Nikolai Yezhov tenían mucho más en común que la «Y» del apellido. No eran psiquiatras ni tenían estudios de tercer nivel, pero ambos eran de mentes retorcidas, de esos que amarran un trapo empapado de gasolina a la cola de un gato, le prenden fuego y se ríen con fuertes carcajadas, como si estuvieran viendo una película de Chaplin. Uno sustituyó al otro como jefe de la NKVD, y el sustituido fue asesinado un año después en un cuarto de ejecuciones cerca de la Lubianka. Rusia cumplía los primeros veinte años de su revolución bonita.

Por un tiempo Yagoda, antes de ser acusado de contrabandista de diamantes, traición a la patria y agente de la Gestapo, fue comisario de la Información y la Comunicación. Aferrado al alcohol, a las mujeres y a todas las perversiones imaginables, siendo el favorito de Stalin salía del bar de madrugada y recorría los callejones más oscuros de Moscú. Recogía niños, adolescentes, mendigos y mujeres de mal vivir y después lanzaba los cadáveres en cualquier vertedero o en los portales de sus enemigos. Era impune e inmune.

Fue el responsable de suministrar la mano de obra para la construcción del canal Mar Blanco-Báltico en el norte de Rusia. Se cuentan por cientos de miles los presos políticos que murieron de hambre y maltratos cuando como esclavos dedicaban más de 18 horas diarias a trabajar en una obra que nunca sirvió para nada; los ingenieros no tomaron en cuenta el ancho de los barcos y era demasiado estrecho. Sin embargo, los esposos Sidney y Beatrice Webb, que visitaron la obra –como después lo harían Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir a Cuba–, le dijeron al mundo en libros y folletos que Rusia con el socialismo levantaba una civilización más humana. No les importaron los cuerpos famélicos de adultos y niños cargando cestas de piedras mayores que sus fuerzas.

Entre 1937 y 1938, producto de la paranoia de Stalin, fueron arrestadas 1,3 millones de personas, 682.000 fueron ejecutadas luego de juicios sumarísimos y otras tantas murieron de hambre o por los maltratos en los campos de concentración, los gulags.

Yezhov no medía más de metro y medio, además, cojeaba producto de una herida en la guerra civil de 1921. A sus espaldas le decían “enano venenoso” y “enano sangriento”, pero pobre del que fuera delatado. Sabía más secretos de Stalin que muchos otros, pero no tantos como el barbero homosexual que le retocaba el bigote de Iosif y lo ayudaba a disimular las marcas de viruela en la cara y las canas, y siempre salía de la habitación como si hubiese estado levantando pesas o subiendo los Alpes en bicicleta.

Ni la maldad ni la lealtad lo salvaron. Desparecidos por las buenas o por las malas los viejos bolcheviques, fuese en juicios públicos o en operaciones secretas, fue la oportunidad de ascenso de los huérfanos de la guerra civil. Gente sin ataduras morales y sin convenciones sociales, sin vínculos con el pasado y educados en el espíritu de Pavel Morozov, el adolescente que acusó a su padre de contrarrevolucionario y fue elevado a la categoría de mártir. Su leyenda fue ensalzada por Máximo Gorki, el autor de La madre. Habiendo sido asesinado a tiros y bayoneta por un sicario de la NKVD presentaron su muerte como la obra de sus familiares.

Obedientes y no deliberantes, su único objetivo era ascender, escalar, tener más acceso a los negocios, a la corrupción, a los vicios, a la impunidad. Seguían al pie de la letra las instrucciones más disparatadas e incongruentes sin preguntar ni cuestionar nada. Era la manera de sobrevivir y avanzar, pero también terminaban cavando desnudos, y bajo una helada, su propia tumba. Luego recibían un pistoletazo en la aorta.

La corrupción de decena de miles de jóvenes por Stalin permitió que aplastada toda resistencia ideológica y de la razón solo quedaran algunos valores intuitivos. En 1936, Gueorgui Piatakov, comisario delegado de la industria pesada, le suplicó a Nikolai Yezhov que le permitiera liquidar de un tiro a su esposa, condenada por desviaciones y conductas apátridas. Lo avergonzaba. Presto espejo.


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