Hay una manida y vieja frase que habla de la orfandad de las derrotas y la prolífica paternidad de las victorias. Los ejemplos sobran. Me viene a la memoria la derrota de la Armada Invencible en la cual, en 1588, Felipe II cifraba todas sus esperanzas para derrocar a Isabel I, reina de Inglaterra. El Felipillo había ideado un gran plan para desembarcar 30.000 efectivos de los llamados Tercios de Flandes, lo cual sería simultáneo con la llegada de su mencionada Armada desde su reino.

Ese bendito, y por lo general díscolo, elemento que llaman azar se dedicó a hacer un coctel por demás poco venturoso para el monarca hispano. Tempestades, respuesta eficaz y poco crédula en agentes metafísicos –tales como la férrea convicción del atacante del apoyo celestial– por parte de los atacados, mensajes que nunca llegaron a su destino, anarquía en los mandos de la flota; así como las posteriores órdenes reales, absolutamente disparatadas, como la mayoría de las ordenanzas monárquicas que afloran desde los reales cojones de los patanes de turno, dejó un humillante rastro de víctimas y pecios con el regreso a casa de los invasores.

Como este episodio, son incontables muchos otros a lo largo de la historia. Bien podría explicarlo el otrora todopoderoso imperio persa y su derrota en Salamina que significó la imposición de las fuerzas de Atenas.

También han ocurrido episodios donde la mezcla de unas y otras han terminado en un plato agridulce en los que la alternancia de victorias y derrotas no terminan por inclinarse hacia un lado o el otro. La invasión de Napoleón a Egipto es claro ejemplo. El 19 de mayo de 1798, el galo partió de Tolón con más de 300 barcos, llevaba 16.000 marinos, 38.000 soldados, 1.000 cañones y más de 700 caballos. En una primera etapa logró imponerse sobre los africanos. Hasta que en septiembre del mismo año el Imperio otomano se alió con la Gran Bretaña para echar a los gabachos y en El Cairo se organizó la sampablera contra el parisino y sus hombres.

Podría agregarse a la discusión de esta experiencia bélica los logros obtenidos a largo plazo por Napoleón, por ejemplo, el descubrimiento de la Piedra de Rosetta, el redescubrimiento de la cultura egipcia y el impulso que alcanzó la arqueología gracias a los hallazgos de los equipos científicos que lo acompañaron.

Y ahora, más de dos siglos más tarde, ¿de cuál triunfo pueden jactarse aquellos que insisten en ser los “generales” a cargo de la batalla infinita y sin cuartel contra el chavismo-madurismo? ¿Acaso haber dejado que la calle se enfriara y tratar de utilizar arteramente a las víctimas de la dictadura con fines electorales? Tal vez para ellos es un laurel inmarcesible poder sentarse al compás de las olas dominicanas a escuchar las sartas de imbecilidades de los representantes rojos. Bien decía mi padre: cada cabeza es un mundo y cada cual lo embellaca según le da su real gana.

© Alfredo Cedeño

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