El pasado 6 de diciembre se conmemoraron veinte años de la elección de Hugo Chávez como presidente de la República.

No se produjo un simple cambio de gobierno, fue la sustitución de un régimen por otro. Un cambio, a la postre, de corte regresivo.

Veinte años de chavismo se han traducido en el desmontaje de los avances civilizatorios más importantes alcanzados por la sociedad venezolana durante su historia. Avances que fueron logrados con mucho esfuerzo y sacrificio. El retroceso del país ha sido colosal. Hoy, la sociedad venezolana no es ni más libre ni más próspera, tampoco más segura o más justa e incluyente que hace dos décadas. La situación del país y sus habitantes es bastante peor. La diáspora venezolana es la prueba más contundente del daño causado por el chavismo al país.

El segundo gobierno de Rafael Caldera no pudo o no quiso cumplir con las expectativas de cambio demandadas por el país y dejó la mesa servida para la emergencia de nueva alternativa en ese sentido.

No era fatal que Chávez liderara el sentimiento de cambio existente a finales del siglo XX. Es conveniente recordar que para enero de 1998, la candidatura de Chávez tenía una intención de voto de aproximadamente 4% del electorado según la encuestas de la época. Esa candidatura era percibida como testimonial y no competitiva.

Lo que sí asomaba bastante probable era que en los comicios de diciembre se terminaran de consolidar la ruptura del bipartidismo adeco-copeyano y el fin de la hegemonía del puntofijismo; tendencia que irrumpió con fuerza en 1993 con la victoria de Caldera. De hecho, la campaña electoral de 1998 se polarizó entre dos outsiders: Hugo Chávez y Salas Römer.

Transcurrido un tercio del año 98, la candidatura Chávez había logrado convertirse en competitiva; progresivamente fue deviniendo en el depositario principal del mayoritario sentimiento de cambio, de un cambio sustantivo y progresista, deseo compartido por una amplísima franja del cuerpo social. En el transcurso de ese indetenible proceso logró apoderarse del electorado de centroizquierda (ya bastante robusto y huérfano de una fórmula propia), lo cual le permitió despejar las dudas existentes sobre su condición democrática y reforzar su posicionamiento como agente de cambio.

Era posible otro liderazgo y otro proyecto de transformación para revitalizar la democracia desde la superación de sus evidentes déficits en el terreno de la representatividad política y las carencias sociales.

Esa labor de convertirse en alternativa de poder correspondía a la centroizquierda representada por La Causa R y el MAS, fuerzas políticas que habían logrado superar su condición de minorías y devenido en relevantes en la política nacional. Ambos partidos poseían experiencia de gobierno tanto a nivel regional y municipal –gobernaciones de estado y alcaldías de primer nivel, Zulia y Caracas por ejemplo–, y reunían en su conjunto cerca de 30% de apoyo nacional.

Lo pertinente, a finales de 1996, era la construcción de una confluencia de ambas fuerzas, o de sectores de las mismas no deslumbrados por Chávez, en una especie de frente amplio que desde la centroizquierda le propusiera al país un proyecto de transformación democrática para ampliar los logros de la democracia (no revertirlos como terminó haciendo el chavismo) y superar los déficits existentes en materia social y política. En definitiva, una agenda reformista de amplio espectro.

Una operación política de tal calibre tenía muchas posibilidades de recoger y representar el enorme y creciente sentimiento de cambio existente en el cuerpo social. Y, por tanto, de ganar las elecciones de 1998 o haber impedido que Chávez lograra su propósito. El requisito indispensable para poder desarrollar todo el potencial de esa fórmula –si se materializaba– era su salida al ruedo durante el año 1997.

Es injustificable que lo planteado no sucediera. La endogamia política, la ausencia de visión estratégica y la falta de vocación de poder son algunas de las razones para que tal escenario no fuese posible.


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