Ana tiene 30 años, es madre de 3 niños y junto con su esposo decidió hace tres meses que para salvar a sus hijos del hambre tenían que irse del país. Ella, maestra; su pareja, obrero de construcción. Ellos no son los únicos que deben elegir entre la unidad de su familia o su supervivencia, si es que eso pudiera llamarse “elección”. Ella retrata la realidad de millones de venezolanos que han visto sus hogares desintegrarse en los últimos años.

Ana es hija también de una educadora, durante su niñez vivió en un pueblo del estado Guárico, donde su madre soltera, con su sueldo de maestra levantó y costeó la educación de sus tres hijos. No poseían riquezas, pero su madre tenía un sueldo decente y sobre todo gozaba del respeto del pueblo que tenía en un lugar especial a sus maestros. 

Cuando supieron que no tenían otra salida que irse, de lo primero que se dieron cuenta fue de que con el dinero que le daban por renunciar en sus trabajos no llegaban ni a San Antonio del Táchira, fue allí que empezaron a vender lo poco que habían podido comprar durante años para poder comprar los pasajes que los llevarían a Chile en autobús. Pero aún vendiendo todo no alcanzaba para cinco: tenían que irse ellos primero para después venir por sus niños de 10, 6 y 4 años.

No era una decisión fácil, pero era eso o ver a sus hijos morir de desnutrición junto a su madre, a quien su pensión de maestra jubilada apenas le alcanza para 1 kilo de queso. Al despedirse, Ana pensó que se le iba la vida entre sus lágrimas, ver no solo a su madre sino a sus tres niños también en llanto era como vivir una muerte en vida. Lo que la mantenía de pie era la obligación que llevaba junto a su esposo no solo de ayudar a su madre, sino para reencontrarse con sus hijos.

Tras más de una semana viajando en autobús, comiendo lo que podían, durmiendo poco y sin poderse bañar, llegaron a Chile. Era la primera vez que visitaban otro país. Para ella era otro mundo, pero no había tiempo de mirar a los lados, había que trabajar de inmediato. Tocaron muchas puertas y aceptaron muchas veces respuestas como “no contratamos más venezolanos, ya tenemos muchos”. Allí entendió que la vida del emigrante no es la que se publica en redes sociales: “Hay dolor, soledad, injusticias que debes aceptar porque no estás en tu país. Pero todo lo malo lo equilibra la gente buena que es mayoría y sobre todo la fuerza que te da luchar por los tuyos”.

Como quienes están afuera, los que seguimos aquí conservamos nuestras fuerzas en la esperanza del reencuentro, en la reconstrucción de un país que nos pertenece y que, aunque lo hayamos perdido, lo vamos a encontrar. El mejor de los viajes para quienes se fueron y el mejor día para quienes nos quedamos será ese cuando regresen los millones que fueron expulsados, cuando logremos la libertad de Venezuela. Quien regresará  lo hará sabiendo que será muy difícil reconstruir, pero no habrá quien no entienda que si vivimos de pie veinte años no habrá reto que nos ponga de rodillas.

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@Brianfincheltub


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