Varios próximos colaboradores de Andrés López Obrador han declarado en días, semanas y meses pasados que el nuevo gobierno creará una comisión de la verdad para investigar el caso de Ayotzinapa. Ahora, Loretta Ortiz, coordinadora nacional de los foros de la paz y la reconstrucción, anuncia la creación de una Fiscalía para la Paz, así como un nuevo Sistema Integral para la Justicia, Verdad, Garantía de no Repetición y Reparación a las Víctimas (todo con mayúsculas). Incluirá una Comisión de Investigación y un Tribunal Penal para la Paz (también con mayúsculas). Según Reforma, la Fiscalía “atenderá los crímenes más graves durante el próximo gobierno federal”.

No tengo más remedio que aplaudir la comisión de la verdad. Luché por ello, con un éxito mediano, durante el gobierno de Vicente Fox, y junto con Agustín Basave y Santiago Creel, logré convencer a Ricardo Anaya que incorporara la idea a su programa sin que recibiera la prioridad o la resonancia deseables. Siempre he sido partidario del surgimiento en México de instituciones investigativas ad hoc, ya que pienso que las que tenemos no sirven de mucho para estos temas. Ni investigan, ni castigan, ni perdonan. Por tanto, el propósito de AMLO, de seguir este camino, me parece correcto y encomiable.

Tampoco me parece mal toda la parafernalia que se anuncia alrededor de la comisión de la verdad. De una manera u otra, todas las comisiones de esta naturaleza, en otros países y otros momentos, abarcan fiscalías o la facultad de ejercicio de la acción penal, tribunales especiales e instrumentos de reparación del daño. Es excesivo, pero no es grave, ni empaña la idea original.

Sí la empañan dos atributos contradictorios. ¿Será solo para Ayotzinapa? ¿O también para Tanhuato, Tlatlaya, Apatzingán, Nochixtlán, etc.? ¿Abordará también la tragedia de los 40.000 desaparecidos y los 240.000 muertos de Calderón y de Peña Nieto? ¿Será solo para violaciones a derechos humanos, o también para actos de corrupción? Si, como todo lo indica, se trata de un instrumento de la llamada justicia transicional únicamente para los desaparecidos en Iguala, sin menospreciar su importancia, se volverá rápidamente un engaño más, una simulación más, una mexicanada más.

Segundo dilema: cuando Loretta Ortiz dice que atenderá los “crímenes más graves durante el próximo gobierno federal” ¿debemos entender que no mirará hacia atrás, salvo en el caso de Ayotzinapa? ¿Acaso significa que nada del pasado será investigado por estas creaciones nuevas y audaces? De ser así, los inconvenientes y las contradicciones inherentes en cualquier comisión de la verdad opacarán por completo su utilidad, que será casi nula. Si nos remitimos a las declaraciones de AMLO sobre chivos expiatorios, indultos y la necesidad de mirar solo hacia adelante, todo sugiere que así será: un vehículo sin reversa, sin retrovisores, sin memoria ni gasolina (o electricidad).

En ese caso, se tratará de una nueva oportunidad perdida, de un nuevo proceso perverso como los de Peña Nieto. Este se pintó solo en su talento para asumir buenas ideas y echarlas a perder por mil y una razones. La comisión de la verdad de López Obrador se acerca mucho a los desperdicios de Peña Nieto. Lástima.


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