Las imágenes existen y deben ser honradas en su valor de documento. La dictadura propone la negación de las verdades de la imagen, añadiéndole siempre una traducción o un subtítulo diferente al enunciado, cuando no le conviene el significado real del mensaje.

El trabajo de adulteración lo vimos en la frontera con el incendio de los camiones de la ayuda humanitaria. Los registros de los reporteros demuestran la quema de las cajas de comida, a cargo de la Policía Nacional Bolivariana.

Corresponsales extranjeros testimonian el hecho, culpando a la represión del desgobierno. Pero como en la película Wag the Dog, Jorge Rodríguez responde con la posverdad de un relato paralelo y fraudulento, responsabilizando a “la injerencia del cartel de Lima”. Nunca como hoy, la mentira nazi se quiso imponer en los medios controlados de la red oficialista.

Sin embargo, el tema no es nuevo. Desde el 11 de abril, incluso antes, Chávez acostumbró a la audiencia a consumir un discurso manipulado y tergiversado, amén de la fabricación de títulos documentales adictos como La revolución no será transmitida, ejemplo de cómo el cine puede trampear los acontecimientos en favor de la victimización de la narrativa comunista.

Aquella infame película cuenta la versión conveniente a los intereses de la izquierda en su proyecto de lavar cerebros a través de simulacros. Fue una cinta transmitida en cadena nacional y distribuida en todo el mundo, por medio de una red de propaganda. Su estructura, con lenguaje binario, termina influyendo sobre la producción de contenidos en el sistema de la burocracia roja.

Con base en fotos, videos y locuciones sesgadas, el largometraje invierte los roles de la balacera de Puente de Llaguno, con el avieso propósito de glorificar como héroes a un vulgar colectivo de pistoleros armados hasta los dientes, quienes dispararon contra los manifestantes de la oposición, causando muertes y traumas de por vida.

Sin mayores pruebas, la voz en off habla de unos francotiradores apostados en los edificios contiguos a Miraflores. La cinta apenas muestra fotos y videos ininteligibles de hombres encapuchados (misteriosamente desaparecidos de la acción). Los mercenarios serían los encargados de ajusticiar a los civiles en pro de justificar el alzamiento militar. Así, en lugar de datos fácticos, el régimen propone una teoría de la conspiración, para borrar cualquier evidencia del mapa.

Del mismo modo, el “cineasta” José Ángel Palacios editó su panfletario Claves de una masacre, cuyo objetivo era lavarle la imagen a los pistoleros de Puente Llaguno, erigiéndolos en los protagonistas de una absurda épica, donde los papeles se vuelven a trastocar. A la manera de Hitler, la lógica arbitraria se pone del lado de los verdugos, condenando a seres inocentes de la resistencia de asesinarse mutuamente.

La historia audiovisual del chavismo se redactará con la tinta de una pluma manchada y parcializada. Por ende, el deber de informar supone una manera de exponer al aparato de censura de Conatel y los ministerios orwellianos del Gran Hermano.

En la actualidad, los obstinados usurpadores del poder crean el escenario del estado de excepción, para violar los derechos humanos y la libertad de ejercer la comunicación social. A tal efecto, somos sometidos a un secuestro intelectual por parte de los dueños de VTV y Telesur.

La guerra psicológica intoxica las mentes de usuarios crecidos en la ausencia de un mínimo sentido crítico. El daño es el de una generación atomizada y extraviada, la cual demanda un cambio drástico de orientación.

Para restituir la democracia y la institucionalidad, las imágenes deben recuperar su estatus de transmisores de la verdad.

Grabe con precaución, por el peligro que supone en dictadura, y desnude el colapso de la estética del fraude. Como sea, el embuste no tiene futuro en Venezuela.


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